La incapacidad de la Unión Europea para fijar un criterio que fuera compartido por los 27 socios con relación a un asunto de extraordinario calado político como es el del reconocimiento de la independencia de Kosovo es una muestra más de los intereses nacionales encontrados que coexisten en Bruselas y de la endeblez del andamiaje estructural de la propia UE. Al dejar que cada Estado decida por su cuenta "de acuerdo con sus prácticas nacionales y con el derecho internacional" --algo obligado porque solo los estados están jurídicamente capacitados para hacerlo--, da satisfacción a los adversarios de un reconocimiento general que implicase a todos, entre ellos España, que abandera la oposición a dicho reconocimiento, pero consagra la paradoja de que justamente será la UE en bloque, sin distinción de países ni puntos de vista, la que tutele desde hoy la viabilidad del nuevo Estado, actualmente carente de los atributos mínimos para ejercer la soberanía.

Con ser esta situación difícilmente defendible, lo es aún más la soledad diplomática que en este asunto amenaza a España y a otros países. Después de que los cuatro grandes de la UE --Francia, Alemania, el Reino Unido e Italia-- han anunciado el reconocimiento del nuevo Estado, y de que Estados Unidos se ha apresurado a hacer lo propio, cualquier reserva mental, aunque perfectamente legítima, induce a confusión. Obliga a pasar la maroma sin red para que no se confunda la oposición a la independencia, en nombre del respeto al derecho internacional, con la diatriba rusa contra la secesión kosovar. E implica desvanecer la sensación, extendida en algunos países, de que la posición española obedece, antes que a la obediencia a principios elementales de política internacional com es la de oponerse a toda declaración unilateral de independencia que no está refrendada por Naciones Unidas, a factores de política interior.

La mención de que el de Kosovo es un caso especial que debía enfocarse excepcionalmente, como figura en la declaración de los ministros de la UE, permitía justamente una decisión en bloque que no debía comprometer el futuro de ningún socio, pues ninguno de ellos ha soportado la tragedia de los nacionalismos exacerbados con la intensidad y la repercusión internacional de la antigua Yugoslavia. Y tampoco son mayoría en las identidades irredentas los partidarios de la tierra quemada: solo grupos terroristas como ETA pueden equiparar los Balcanes a sus delirios.

En el caso de España, además, las resistencias resultan especialmente chocantes, porque uno de los autores de la solución independentista en curso es Javier Solana, nada sospechoso de promover el desmembramiento de los estados y compañero de militancia del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. ¿Acaso la campaña electoral ha pesado más que otras consideraciones? Diríase que sí, porque el reconocimiento de la independencia de Kosovo, más temprano que tarde, no tiene vuelta de hoja.