Exministro de Obras Públicas

Antes de irse de vacaciones el Gobierno rebajó sus previsiones de crecimiento del 3% al 2,3%, dando la razón a los que pensábamos que eran demasiado optimistas. La inflación repunta a pesar de las rebajas del verano y lo más probable es que acabemos el año más cerca del 3% que del 2,5%, con lo cual el Gobierno habrá incumplido sus previsiones por quinto año consecutivo. Pero se puede pensar que nuestro crecimiento (2,3%) no está mal comparado con el de la zona euro. Desde que estalló la burbuja bursátil, nuestra caída se ha detenido por encima del 2% y la media europea está por debajo del 1% ¿Qué es lo que explica la diferencia? No son las mejoras en la productividad ni en las exportaciones. Son las aportaciones de los fondos europeos y, sobre todo, el vigor de la construcción los causantes de un diferencial que se asienta sobre bases muy endebles. La aportación de la UE se irá reduciendo a medida que se vayan incorporando los nuevos socios del Este, y el desmesurado crecimiento de la construcción no podrá mantenerse, como advierten los servicios de estudios de los grandes bancos.

A nuestra juventud le resulta prácticamente imposible acceder a una vivienda aunque la periferia de nuestras ciudades sea un bosque de grúas. En España se han construido más de 500.000 anuales durante los últimos cuatro años, cuando sólo harían falta 250.000 para atender las necesidades de los de nuevos hogares. El número de viviendas por habitante es el mayor de toda Europa, pero tenemos 2,8 millones de viviendas vacías, sin contar segundas residencias.

La vivienda se ha convertido en un instrumento de especulación, mientras la escalada de los precios impide que las puedan comprar los que la necesitan realmente para vivir. En el 2001 sólo se construyeron 40.000 viviendas de protección oficial, el 8% del total, cuando en la primera mitad de los 90 era el 30%. Construimos más viviendas que Francia y Alemania juntas y cuando la construcción marcha todo marcha por su efecto de arrastre sobre el consumo doméstico. Pero no es sostenible un crecimiento basado en ladrillos amontonados en forma de casas, de las que casi un 30% se compran para ser revendidas más caras y con un trato fiscal para las plusvalías muy favorable, porque genera un excesivo endeudamiento de las familias, una peligrosa burbuja inmobiliaria y una mala asignación de la inversión.

Nos sobran casas vacías pero somos los últimos en investigación, formación, sanidad, ahorro energético, sistemas integrados de transporte, etcétera, que son las verdaderas palancas del crecimiento. Nuestra debilidad se completa con la situación del mercado laboral y el ahorro neto, prácticamente nulo, de las familias. La tasa de temporalidad de nuestro empleo triplica la media comunitaria y afecta sobre todo a los jóvenes.

Ante un precario horizonte laboral y una vivienda inaccesible, no es extraño que el crecimiento de nuestra población sea el más bajo de Europa. La inmigración cubrirá el bache demográfico, pero el número de extranjeros se duplicará en pocos años, lo que exigirá una capacidad de asimilación e integración que pasa, entre otras cosas, por una oferta de vivienda accesible que impida la creación de nuevos guetos.

El consumo de las familias sigue pujante y compensa la disminución de las exportaciones. Pero no podrá seguir impulsado por nuevas rebajas fiscales ni por el efecto riqueza que crea la sobrevaloración de sus activos inmobiliarios, como antes pasó con las acciones.

El sistema se aguanta por los bajos tipos de interés. Afortunadamente, parece que la Reserva Federal americana está dispuesta a mantenerlos en su actual nivel, el más bajo de los últimos 55 años, y el Banco Central Europeo no podrá subirlos mientras la economía alemana no salga de una recesión que enfila el riesgo de deflación. Otra cosa es que a ambos lados del Atlántico se puedan controlar los tipos de interés a largo plazo, que son los que determinan la inversión empresarial y los costes de las hipotecas.

Por ello, el riesgo de un ajuste brusco aumenta a medida que crecen los precios de unos activos inmobiliarios que pronto no se podrán revender más caros. No podemos seguir creciendo basándonos en el ladrillo. Y un modelo alternativo exigiría importantes cambios en casi todos los aspectos de la política económica.