Ese sentimiento, otrora sinónimo de amargura y dolor, de angustia y desesperación; de soledad y abandono. Esa palabra unívoca, que un tiempo utilizara cualquier pluma para la descripción de todas las desgracias, las he visto brillar una de las últimas noches en unos ojos limpios.

Gasol lloró. Desde la cima de su particular olimpo desmitificado de gloria. Y hacerlo después de conseguir su segundo anillo en el NBA nos enseña la cara de esa clase de ser que deja en el camino vanidades y superfluos laureles. Las lágrimas de Gasol fueron, sin duda, la explosión alegre de la consecución de ese éxito, tras el difícil camino recorrido. Camino alfombrado por dificultades que ha sabido superar mostrando a todo el mundo --pero en especial a los que desde España seguimos expectantes su humilde trayectoria; humilde porque él lo ha querido así--, como debe ser la lucha por el triunfo.

Nos lo ha estado diciendo con su esfuerzo continuo, silencioso pero luminoso, que era parte de un todo de sus amados Lakers, que creyeron en él. Y una vez más tras tanta tensión nos dirá que no tiene importancia, que sus 19 puntos, no sé cuántos rebotes y asistencias es fruto del trabajo de todo un equipo.

Y después de las alegres lágrimas que acercaron sus manos para asir su segundo y perseguido anillo vendrá el descanso merecido, que este año será un poco más triste para él porque no podrá participar junto a su amada selección española en el Mundial de Turquía. Todo cuerpo tiene un límite.

Límite que tal vez no le impida volcarse en esos actos humanitarios que luego le permitan relatar sencillamente que el viaje que en 2005 le llevó con Unicef a Sudáfrica fue "una experiencia muy impactante", convirtiendo el baloncesto en una pequeña parte de las preguntas que recibió y de los comentarios que hizo. O que dé pie a que el presidente del Comité Olímpico Español (COE) diga que "Su labor humana en campañas de solidaridad es aún mejor que su faceta como deportista".

Pau, si alguna vez me llega el triunfo yo quisiera llorar como tú.