Filólogo

La imagen llorosa y compungida de Aznar cerrando el telediario es ciertamente una imagen de difícil interpretación. Uno puede pensar en la fidelidad de Urdaci al presidente "hasta en sus más ocultos pensamientos"; otro puede cavilar sobre la necesidad de dulcificar la imagen hosca del hombre de la confrontación, en soledad por los pasillos de la Europa preconstitucional, y para ello nada mejor que esa escena de cálido compañerismo en la que el líder derrama su emotividad. Habrá quien interprete que esa secuencia mengua al megalómano de las Azores y está más cerca del fervor de la superiora en la profesión de sus novicias, del nudo emocional que ahoga al jubilado cuando recibe el homenaje de los compañeros, o de la incapacidad que siente un hombre que llega el final de su carrera.

Soy de los que creen que los hombres también lloran, y que las lágrimas de Aznar respondían legítimamente a su emoción personal, pero por personal y por emoción, debieran estar a salvo del uso mediático de un telediario que cada día pone las exigencias informativas al nivel de los programas de salsa rosa. Cuando la emoción se enajena uno queda apelmazado por el veredicto de la historia, que desde Boadil el Chico: --"llora como mujer lo que no supiste defender como hombre"-- declaró el llanto en público del gobernante como debilidad, incapacidad, olor a antepasado, a pérdida del reino, a la niñez senil, al desprecio de los súbditos. Un político con derecho a las emociones no puede tender sus lágrimas ante la impúdica cámara porque da la impresión de haber perdido la luz serena del equilibrio y comienzar a bajar, sin control, la pendiente de la melancolía y la debilidad: "Llorar, pero no vencerse en el sollozo, / ir por la pena, pena adelante, sin demostrar fragilidad ni un tanto: / ¡tener la luz serena en los alrededores del llanto", que dijo M. Hernández y que requiere la cosa.