Todas las semanas nos enteramos por la prensa de la triste noticia del fallecimiento de alguien conocido, un drama que se agrava aún más cuando se trata de gente joven y por tanto en la flor de la vida. La causa: una larga enfermedad.

Los familiares tienen el legítimo derecho de transmitir la pérdida de un ser querido con el lenguaje que deseen, faltaría más, pero a lo mejor sería buena idea evitar los eufemismos y llamar a las cosas por su nombre. Si cuando alguien «gana la batalla al cáncer» lo expresamos en estos términos, ¿por qué cuando la cosa se tuerce decimos que falleció tras «una larga enfermedad»?

Con tantos recovecos parecería como si el enfermo del cáncer estuviera estigmatizado. Lo miserable no es el enfermo ni la palabra «cáncer», lo miserable es la enfermedad. Quizá vaya siendo hora de combatir el cáncer no solo con la quimioterapia y la radioterapia, sino también con el uso de un lenguaje desnudo y directo.

Por otra parte, aunque esta sea una enfermedad terrible, no todo va a ser malo. A cada día que pasa, sin prisa pero sin pausas, nos enteramos de grandes avances en la investigación del cáncer que nos invitan a pensar que algún día esta enfermedad dejará de ser larga y ojalá que también deje de ser mortal. Por el momento, cada vez son más los pacientes que salen vivos de sus garras.

Por lo que a mí respecta, intento no pensar en ello, y si ahora lo hago es precisamente porque estoy escribiendo este artículo en un cuaderno mientras espero mi turno en la consulta del oncólogo, donde me encuentro con motivo de una revisión rutinaria y -espero- libre de contratiempos.

Miro las caras del resto de los pacientes y el hormigueo de mis piernas y no puedo evitar pensar en un mundo mejor, un mundo en el que el cáncer, como tantas enfermedades del pasado, acabe convirtiéndose en un anacronismo lexicográfico del que no merecerá la pena ni acordarse.

* Escritor