Tuve ocasión de asistir a una audiencia con Fidel Castro hace siete años. Fuimos de la mano de un grupo de viejos exluchadores que eran más castristas que Castro --lo cual es frecuente, por ahora, en la isla-- y ya entonces encontré al viejo líder como ausente. El encuentro, avisado, como siempre, por sorpresa, tuvo lugar en la sobremesa, y en él un Fidel desinteresado por el tema que habíamos ido a tratar --la ayuda a la discapacidad-- se mostró distante y yo me atreví a decir, para indignación de mis anfitriones, que también algo somnoliento. Desde luego, en algo menos de una hora se acabó el encuentro, y los más castristas que Castro se deshicieron en elogios acerca de la agudeza de las preguntas que el comandante nos había dirigido al pequeño grupo de españoles a los que nos había concedido el raro privilegio de recibirnos.

No logré en suma, sucumbir a la fascinación que un personaje tan poderoso, al menos dentro de sus límites, ejerce sobre sus interlocutores, pese a la evidente arrogancia y prestancia de un Fidel que acrecienta su leyenda con el misterio personal de que se rodea.

XPARECE,x me dicen quienes saben, que ahora podría ser verdad. Durante casi toda mi vida consciente, lo mismo que les ocurre a la mayoría de los habitantes del planeta, Fidel Castro estaba ahí, primero como barrera contra el imperialismo yanqui --esa era, al menos, la visión que algún día tuvimos de él quienes nos encuadrábamos en una cierta lucha contra el franquismo-- como oprobioso dictador que cercenó todas las libertades, después. Casi cuarenta y siete años de mando absoluto estropean absolutamente los más bellos sueños, incluso los de quienes, con Fidel, descendieron llenos de entusiasmo de Sierra Maestra para acabar con el poder corrompido de Batista.

Ocurre que, para los españoles, Cuba es un caso único, incluso como parte de una América Latina que ya es algo muy especial en los sentimientos de quienes habitamos la vieja España. Somos muy pocos los que no tenemos un pariente que no emigrase a Cuba en algún momento, algún remoto antecesor que no se quedase para siempre allá, un recuerdo de alguien apellidado como nosotros que dio la vida --más se perdió en Cuba -- en la isla.

Quizá por eso, porque los lazos de sangre hacen tantas veces mirar hacia otro lado, hemos sido especialmente comprensivos con un régimen simplemente inaceptable que se ha prolongado, yendo cada día a peor, durante casi medio siglo. Quizá fuera por eso, por los lazos, o también porque un miope bloqueo económico radical impuesto a la isla ha hecho sufrir mucho a gentes que nos son tan queridas.

El hecho es que la noticia que conmoverá todos los titulares puede estar cercana. O puede que, al menos, el comandante se retire por fuerza, y deje todo el poder en manos de un hermano que carece de lejos de su carisma, de su inteligencia y de su malvado concepto del poder. En todo caso, ha comenzado la transición hacia una inevitable democracia en una de las últimas dictaduras del mundo. Y nosotros, los españoles, tenemos mucho que decir, mucho que ayudar, mucho camino que allanar con generosidad, en ese difícil --pero tan prometedor-- futuro cubano. Somos como ellos, son como nosotros, y están a punto de encontrar una vida que puede ser mejor, mucho mejor.

*Periodista