No hay serie de televisión o película sobre el narcotráfico en Colombia en la que no se escuche una y otra vez la palabra «lavaperros» a modo de insulto. En ese mundillo el lavaperros es el que desempeña un trabajo de escasa relevancia, un donnadie, muy por debajo del sicario o del capo. Ignoro cómo nació este agravio -que ha acabado por trascender del ámbito del hampa al argot de la calle- y por qué se eligió la profesión del que asea los perros con el fin de rebajarle a la condición casi de paria. A lo mejor en Colombia no se tiene en mucha estima a los perros, y por extensión aún menos a quien ha de encargarse de ellos, por muy digna que sea su profesión.

La profesión que no es digna es precisamente la de los narcos y los sicarios, aunque ellos se crean en la cúspide de la escala social. A Pablo Escobar, curiosamente amante de los animales, se le atribuye el asesinato intelectual de 10.000 personas durante el periodo en que fue el mayor traficante de drogas del mundo. Era dinero engañosamente fácil: antes o después los narcos acababan con sus huesos en un ataúd, mientras que las personas que ellos denostaban por sus trabajos «irrelevantes» con un poco de suerte proseguían con sus vidas, luces y sombras incluidas.

El narcotráfico se ha convertido en uno de los temas más socorridos del cine y la literatura en los últimos años. A través de estas narraciones hemos conocido mejor la historia reciente de ese país complicado que es Colombia, cuyos actores principales han sido los políticos, los narcotraficantes, los paramilitares, los guerrilleros y en segundo plano la DEA estadounidense.

Un país, como ocurre con España, que de una forma u otra siempre consigue salir adelante gracias a los millones de personas anónimas que trabajamos dignamente e intentamos vivir en paz. Ningún país del mundo tendría la menor posibilidad de supervivencia sin nosotros, los lavaperros.