En una democracia madura como la nuestra, y en la situación que vive el país, carece de sentido hablar de triunfo o fracaso de una huelga general. Oír la palabra éxito en boca de sindicalistas o de políticos suena frívolo. El intento de paralización del país, se logre del todo, a medias o parcialmente, siempre es una cosa muy seria, como lo son las razones que llevaron a los sindicatos a lanzar el desafío del 29-S.

La reforma laboral motivo de la protesta es la más importante y profunda que ha conocido la sociedad española desde 1977. No solo reduce los costes salariales a través de un drástico abaratamiento del despido, sino que transforma lo que hasta ahora habían sido las relaciones laborales en las empresas, los convenios y las negociaciones colectivas. En consecuencia, los motivos de esta movilización existen y son importantes, quizá más que en otras ocasiones. Hay un amplio consenso sobre la mayor parte de las medidas que se están adoptando para superar la crisis en el sentido de que afectan fundamentalmente al ciudadano medio y a los trabajadores. Gestos como la subida del IRPF para las rentas más altas y la modificación de la fiscalidad de las Sicav no evitan la sensación generalizada de que quien paga la crisis son los de siempre.

Por esa razón, y lejos de entrar en guerras de cifras, parece oportuno comparar el paro de ayer con la huelga general del 20-J del 2002, con la que se respondía a la reforma laboral del Gobierno del PP, el decretazo que el Tribunal Constitucional anuló cuando ya había sido modificado y descafeinado por el Ejecutivo, que recogió así el guante sindical a pesar de tener mayoría absoluta.

Hay que decir que, pese a que los servicios mínimos ya aseguraban un cierto seguimiento de la huelga por parte de quienes utilizan el transporte público para acudir al trabajo, los datos más significativos y fiables ponen de manifiesto que ayer se trabajó más que ocho años atrás. El consumo eléctrico bajó 7 puntos menos que en el 2002, mientras que las transacciones comerciales electrónicas cayeron un 20%, frente al 30% largo de entonces. Probablemente, una de las causas de esa aparente contradicción --más reformas, menos huelga-- es la situación económica. En el 2002 el país vivía en plena efervescencia, justo a mitad del recorrido de esa década prodigiosa en la que nuestra economía cabalgaba a lomos del boom inmobiliario que tantos quebraderos de cabeza nos ha dado después. El descuento de un día de salario importa mucho más hoy que hace 8 años, de la misma forma que hoy todos vivimos directamente la inestabilidad.

De los testimonios recogidos tanto de forma aleatoria a pie de calle por los medios de comunicación como a través de las encuestas se desprende un abierto desencuentro entre buena parte de los ciudadanos y los sindicatos, no solo por su papel en este conflicto, sino por lo que ha pasado en los últimos tres años. CCOO y UGT tienen ante sí un enorme desafío: cómo defender eficazmente los intereses de los trabajadores en una economía globalizada y en recesión, donde las recetas que hace seis meses eran buenas, ahora son contraproducentes; en un mundo donde los mercados ponen firmes a los gobiernos. Esa defensa no puede hacerse solo con piquetes informativos. Ni tampoco se recupera así la confianza de la gente. Los sindicatos deben cambiar y adaptarse a los tiempos.