Crecí viendo tenis. Lo jugué un poco, pero lo mío era el fútbol. Lo que tenía de fondo en la televisión, sobre todo en verano, era el tenis. Eran los tiempos del ocaso de Pete Sampras y André Agassi, y entre los españoles despuntaban Carlos Moyá y Albert Costa, y apareció Juan Carlos Ferrero. Los españoles teníamos Roland Garros, donde siempre podíamos dar guerra, y la Copa Davis. Cada año esperaba el torneo parisino para disfrutar de la posible victoria de un deportista compatriota. Recuerdo también la primera vez que vi a Federer. Me pareció un jugador maleducado. No sé si se templó porque empezó a jugar mejor o empezó a jugar mejor porque se templó, pero de un año para otro pasó de jugar muy bien a mostrar un juego agresivo, preciso y elegante que puso el mundo del tenis a sus pies. No había un jugador como él, probablemente ni ahora. Un torbellino que pasó por el circuito de la ATP y batió y sigue batiendo récords. Pero en el año 2004 un español le ganó un partido en Miami. Se llamaba Rafa Nadal y tenía 17 años. Y llegó la final de la Copa Davis y ese mismo chico consiguió el punto definitivo contra Andy Roddick y dejó boquiabierta a España con su gestión del tiempo y de los momentos complicados. Ese chico volvió a encontrarse con Federer en Miami al año siguiente, y este último cayó derrotado en cinco sets. Nadal no solo buscaba el revés de Federer sino que jugaba con las alturas y los efectos. Rafa no tenía los golpes de Federer ni la experiencia, pero tenía una estrategia y la determinación para llevarla a cabo durante todo el partido. Ahora, aquel chico que tenía un plan ya ha conseguido 18 Grand Slams. Y todavía quiere más.