Leer no es tan bueno como dicen. Hay mucho mito en la lectura. Y crea adicción. Las portadas de los libros deberían llevar una advertencia, como las cajetillas de tabaco. Y una foto, desagradable, a ser posible: un Quijote descabalgado y sangriento, una adúltera con la cabeza sobre las vías del tren, otra adúltera (vicio y lectura van unidos como el clavo y el martillo) abandonando a su marido, un niño riéndose de un ciego, otro que no quiere crecer, y otro que caza ratas y vive en una cueva. No lean si no quieren acabar así. Hay quien se queda manco de leer, a quien le salen gafas y hasta quien pierde la cabeza a causa de la literatura, aunque muera cuerdo. Es una actividad antisocial, un vicio solitario que además puede desarrollarse en cualquier parte. Un libro puede brotar impunemente en el metro o el autobús, en la sala de espera, en las noches interminables de un hospital. Amenaza a nuestros hijos con sus colorines de avispa, el aguijón siempre a punto para inocular el veneno. Después, ya es tarde. Quien contrae la voracidad de la lectura nunca puede saciarse. Se alimenta de páginas que consume a deshora, no duerme hasta acabar el libro, se levanta con ganas de seguir leyendo. Leer engancha, seduce, atrapa. Leer no es bueno. Los libros no tienen el seguro echado, se disparan en cuanto se abren, y si nos hieren, nos creeremos capaces de vivir otras vidas, de saber más, de ser mejores. O de cambiar la realidad que nos rodea para que se parezca a lo que hemos leído. Las autoridades advierten de que la lectura provoca efectos secundarios. Aún no han puesto fotos, pero ya han subido el IVA. Por algo se empieza.