XMxis hijos no saben que estoy asistiendo a su pasado desde un palco de lujo. Andan tan ensimismados con el ocaso de este curso que se les acaba, que no caen en la cuenta de que todo esto de lo que creen liberarse es precisamente su mayor tesoro. Ignoran con cuánta añoranza mirarán mañana su patio de colegio, el bocadillo envuelto en papel de plata, las clases de matemáticas, esos profesores de los que reniegan en tres idiomas y esa turbamulta de niños a los que ellos hoy se permiten llamar por sus nombres y apellidos y que dentro de nada se disolverán en el olvido como una pastilla de sacarina, sin que deje en sus memorias sustancia ni sabor. Mis hijos, como todos los niños, tienen prisa por hacerse mayores, por salir con la mayor presteza del paraíso de la infancia, único tren de alta velocidad que se detiene en todas las estaciones, inconscientes de que a su salida hay un ángel con una espada de fuego que no les permitirá regresar jamás. El colegio para ellos es una especie de prisión incomprensible a la que les sometemos los padres por un pecado que no saben cuándo cometieron. Y en más de una ocasión se pregunta uno si no tendrán razón nuestros niños y nos estaremos equivocando con esta manía tan nueva de querer encauzar sus vidas por un camino pleno de expedientes académicos. Repare usted si no en cuáles son los individuos que rutilan en las páginas de los periódicos, los que más minutos copan las pantallas, los que se dan la gran vida con el menor esfuerzo, y llegará enseguida a la conclusión de que esmerarse demasiado en eso de la educación, pues la verdad es que no compensa. Repare usted en los oficios de quienes vinieron a Aliseda a la boda del torero y ya verá qué panorama tan desolador para su niño. Como se empeñe en darle una carrera como Dios manda lo está condenando usted de por vida a ser palmero en los festines, claque en los programas, un pringado.

Por otra parte, uno se encuentra en la siguiente disyuntiva: si consigo que mi hijo sea cortés y atento, lo hago un marginado; si le enseño a pensar, nadará a contracorriente; si lo educo en el amor a la cultura, de qué hablará con sus amigos; si hago de él un hombre honrado, cuántas veces no engañarán a la criatura; si inclino sus gustos hacia valores clásicos, lo coloco en franca posición de desventaja respecto a los otros muchachos de su generación, incluso de varias generaciones atrás. Qué hacer. He ahí el dilema. Quizás Andrés Trapiello me diría que haga lo que haga es un esfuerzo inútil, pero que no hacer nada conduce a la locura. Así que yo apuesto por darle a mis hijos lo único que tengo; a saber, una pasión irrenunciable por el idioma. Sobre todo por este idioma nuestro que permite humoradas tan finas como las de hacer que el nuevo embajador español en el Vaticano se apellide Dezcallar, que será lo único que pueda hacer el hombre ante semejante institución; o que el señor que preside una empresa que da beneficios de 3.000 millones de euros anuales se llame Botín; que un Zapatero ponga a sus pies a los grandes de España; que se les conceda el título de ciudades saludables y sostenibles a pueblos extremeños que se sostienen de puro milagro y por donde la mayoría de los españoles no pararía ni a saludar al santo patrón, según refleja el estudio Percepciones de los españoles sobre los europeos, latinoamericanos y las diferentes comunidades autónomas que ha elaborado Yahoo. Como el poema que Turgueniev dedica a la lengua rusa, nosotros podemos decir: "de no existir tú, ¿cómo no caer en la desesperación al contemplar lo que ocurre en casa? ¡Pero no es posible creer que un idioma así no haya sido dado a un pueblo grande!"

En fin, haga como yo y déle a su hijo un idioma de prestigio. Es probable que con esto tampoco vaya nunca a una boda de famosos, pero al menos podrá irse de la lengua.

*Escritor