XHxace unos días, esa entelequia intitulada Unión Europea ha incorporado a su ser, o seno, a otros diez pueblos, o naciones, o países. Veinticinco somos ya, y lo que queda. Malteses, húngaros, letones, polacos... ¿y bien?... nada. Decía don Miguel de Unamuno que la patria es la lengua, y dice Miguel Delibes que la patria es la infancia. Ambos tienen razón.

Nunca estuve en Riga, Vilnius ni Cracovia. No digo que no me gustaría tomar un cafelito en una preciosa plaza de Praga, a ver si Kafka... No se me ocurriría discutir las excelencias estéticas de las ciudades escandinavas, ni la magnífica educación y conducta cívicas de sus habitantes. Eso es incuestionable, pero...

¿Qué tengo yo de escandinavo o eslavo? Cuatro conceptos, no más, y otras tantas imágenes. Doce palabras de inglés, tres o cuatro de alemán; y gracias. Si uno tuviese veinte o veinticinco años, tal vez en sus perspectivas de futuro, ¡y qué atractivas!, estarían unos estudios, o algún trabajo, en cualquiera de esos países centro o noreuropeos; aprendería un nuevo idioma, degustaría otros sabores, ensayaría distintos modales y costumbres.

Inexorablemente la luz mediterránea ha determinado los acordes de nuestros sentimientos. Nada incómodo me sentiría en el latido cotidiano de una villa toscana, ni en el deleite sensorial de la luz provenzal, por no decir que en Portugal, desde Oporto hasta el Algarve no veo qué puede haber de extraño.

La lengua nos ha hecho así, ¿cómo cuestionarlo? Los genes de la mía, fonemas, morfemas y lexemas, son primos hermanos, mejor hermanos, del italiano, el francés y el portugués. ¿Cómo no sentir la comodidad familiar de todos esos ámbitos regados por el latín, aquella nuestra madre lengua? Y si en la geografía mediterránea puedo sentirme en casa, ¿qué decir de allá donde la lengua es la misma? Desde las comunidades hispano-norteamericanas hasta la Patagonia, puedo enterderme en la lengua del inca Garcilaso.

Aunque a ciertos extremeños, ¡oh paradoja!, se le revuelven las tripas cuando oyen los nombres de Cortés, Pizarro, de Soto o Valdivia, resulta que aquellos barbudos, hoy tan denostados por la progresía antinorteamericana (y antiespañola), regaron América de pólvora y acero, pero también de sustantivos, adjetivos y verbos por doquier. ¡Qué manera de florecer la lengua de Arcipreste y de Manrique por pampas, quebradas y desiertos!

Por consiguiente, ahora sí que me siento en casa. Tan oreadito me tomo un trago en San Antonio, en La Habana o en Tucumán. Y lo demás son vainas. Me chirría el estonio y no doy pie con bola en sueco.

Ahora, con el cambio de la cosa, han puesto aguja de marear rumbo a Europa y medio nos vocean que somos más europeos que ello, nuestros protectores gabachos y tudescos. ¿Por qué será que no me apetece ni poco, ni mucho ni nada? Maldita manía esta de ir siempre mirando a poniente, a ultramar. Si nostálgico, busco mi patria en aquellos años de infancia y adolescencia, y me mezo en los recuerdos de un ámbito rural, la casa familiar, el padre en su consulta fonendo al cuello... y el cine, ventana de las ilusiones.

No se borra fácilmente de la historia de los sueños esa educación sentimental que formó el cine americano, con lo cual y a pesar de los aires que azotan ahora, si me piden que me incline por un bando u otro, he aquí en lo que me han convertido la lengua y la infancia: en un español acriollado entre una patulea de incas, aztecas, apaches y caribes. ¿Cómo mirar hacia Europa si aún va Alvar Núñez Cabeza de Vaca, rodeado de una indiada, caminando y hablando castellano por el desierto del Mojave?

De europeo algo, poco, casi, apenas... nada.

*Escritor