En el caserío solo se hablaba vascuence. Allá arriba, tan a desmano de todo cruce de caminos, tan lejos de los hombres, tan cerca de Dios… Desde el caserío se veía, y se ve, al pie de las montañas, en el valle, Orozco, y, más allá, la cumbre sagrada del Gorbea. En su cumbre una cruz. Entre silencios se ve más y más lejos. En el caserío de los Urraza solo se hablaba vascuence. No te pregunta Dios en qué lengua le rezas. Allí, sobre las nieblas de la mañana, donde atruena el verbo fuerte de la raza.

Mi madre aprendió castellano a cierta edad. Creció -por aquello de ser muchos en casa- con los abuelos, en el caserío; hasta que tuvo edad de volver al fárrago del mundo. El castellano le esperaba en el colegio. Pero eso iba a ser allá abajo, en Murguía, en el internado de las monjas…

En el colegio, en todos los colegios, debiéramos dedicar un tiempo a estudiar las lenguas de España. No, o no solo la cada cual, la de la patria chica, sino también las de los otros, las de las otras patrias chicas. Y no solo por conocer lo nuestro, lo de todos, sino porque conocer es amar. Y el amor tiene la virtud de descoyuntar los odios cainitas, de desarmar a los odiadores.

Quizá bastasen un par de horas a la semana para sembrar concordias. Para aprender, aunque solo fueran unas pocas palabras, en euskera, en catalán o en gallego. Unas pocas palabras y la melodía con que todo idioma aroma el aire (y los corazones). Quizá con eso bastase para llamar mío al gallego, al catalán y al euskera. Para que en Antequera sonara con ecos de yunque y fragua el español que llamamos vasco, o para que en Compostela se oyera entre naranjos y flores el español que llamamos catalán, o para que en Denia amanezca, entre dulzuras de orballo y meigas, el español que llamamos gallego. Puede que baste con solo dos horas,… y si no bastaran bienvenidas fueran más.

Y, sin reparo, metan en el saco al portugués. Otra lengua española. ¡Portugal por las Españas! O, si lo prefieren, digan lenguas ibéricas. Y dígase piel de toro. Y dígase vida y tarea en común. Y dígase madre. Y guárdense en el cofre más preciado el tesoro de nuestras tierras, de nuestras gentes… ¡y de nuestras lenguas! Las vivas y las muertas. Las de hoy y las de ayer. Las de hoy y las de mañana. Pero dígase siempre ¡España!

Porque el catalán, el castellano, el gallego y el portugués no son lenguas hermanas por ser hijas de la misma madre, no son hermanas por ser hijas de Roma, no. Son hermanas por el mismo motivo por el que pueden llamar hermana al euskera… ¡por una misma vida compartida! Por una larga jornada de siglos. Por una misma herencia y, en ella, por una misma promesa de mañana. España, un pacto de sangre. España, a tumba abierta…

Quizá para eso sea necesario buen tino. Mesura, que se decía en el viejo castellano del Mío Cid. Seny, en palabras de Josep Pla. Sentidiño gallego. O dicho en vascuence, en expresión que es fácil oír en las calles del País Vasco, poliki-poliki, que viene a ser algo así como hágase poco a poco, pero hágase (y hágase cabeza). Quizá. ¡Que al guiso no le falte perejil! Háblense todas ellas, háblese el ladino de los hijos de Sefarad, el caló de la piel bronce, el bable, el aranés, la fala y el rifeño… Y hablemos todos con acento propio la lengua común que todos compartimos.

En el caserío de los Urraza no se sabía castellano. El castellano vino luego. Y en castellano estudió mi madre en Santiago. Y en un silencio español hoy le rezo a Dios por ella y por sus abuelos. Mis bisabuelos. La sangre de mis venas.