Dramaturgo

La historia gastronómica de España en estos últimos años abarca desde las lentejas del doctor Negrín a las de Juanma López Iturriaga vestido de vieja y abriendo latas. Entre ambos platos de lentejas cabe una historia de sabores y olores en la que el aceite de oliva, el de girasol y el de colza configuran puntos esenciales de una España rural y sin refinar, una España acogiendo a los americanos y sus aceites (menos mal que el de maíz no triunfó del todo) y una España capaz de echarle al gazpacho cualquier aceite con tal de ganar unas pelas. Es la historia, encajada entre el pan migao en leche y las delicias de harina floreada con mermelada de melón, entre el ayuno y la abstinencia y la espuma de nécoras de Ferrán Adriá, entre el hambre y sed de justicia y el ansia y sed de poder. Las lentejas de Esaú tenían el bíblico poder de alejar la anorexia (la terrible enfermedad de los tiempos modernos) y las lentejas del doctor Negrín intentaban paliar otro tipo de anorexia, la que atenazó a Madrid en su heroica resistencia antifascista. Las lentejas de Iturriaga tienen el sospechoso poder de engendrar sospechas gracias a los colorantes, conservantes y aditivos para mantenerlas en la lata.

La historia de España, la de cazuela y cucharón, es el tiempo que dista entre el cocido diario y la dieta adelgazante. Nadie puede asegurar qué España gastronómica fue mejor, aunque existen estadísticas y congresos médicos que pudieran aclararnos algo. Supongo que habrá de todo, que un bocadillo de sardinas en aceite en su justo momento cae de miedo y que un yogurt desnatado de plátano al final de un banquete de bodas no augura nada feliz.