WEw l asesinato de Pierre Gemayel, ministro de Industria del Líbano y, por encima de todo, miembro de la familia cristiana maronita más influyente de su país, alimenta los temores de que se desencadene una guerra civil. A diferencia de otros asesinatos anteriores, especialmente el del exprimer ministro Rafic Hariri --febrero del 2005--, el de Gemayel coincide en el tiempo con dos cambios sustantivos en el reparto de papeles del drama libanés: de una parte, el colapso del Gobierno de Fuad Siniora, del que han desertado los ministros chiís, más o menos afectos a la estrategia de Hizbulá; de otra, el restablecimiento de las relaciones de Irak con Siria, potencia tutelar del Líbano hasta hace un año. Debe añadirse que el régimen del presidente Asad ha dejado de ser el destinatario principal de los dicterios de Estados Unidos --junto con Irán-- porque entiende que es un actor esencial para lograr la estabilización de Irak. Esto es, ni siquiera el riesgo de una guerra entre comunidades religiosas en el Líbano detendrá la nueva diplomacia posibilista y sin carga ideológica de la superpotencia, si hace posible que a medio plazo se reduzca significativamente su presencia en suelo iraquí.

Para Estados Unidos, este análisis de la situación entraña bastantes menos riesgos que para el resto de países occidentales, presentes en el Líbano dentro de la fuerza de interposición de los cascos azules --España tiene en la zona más de 1.000 soldados-- que se ha desplegado en la frontera con Israel. Porque a los riesgos que correrían al ser espectadores de una guerra civil en la que no podrían intervenir, deberían sumar el desprestigio de no haber controlado a Hizbulá para evitarla.