Quizá sea el libro digital el acontecimiento libresco más importante desde que Gutenberg inventó la imprenta, y lo es precisamente porque cambia el estatus mantenido durante siglos al eximir a autores y editores de pasar por esa imprenta que revolucionó el mundo de las letras hacia 1440.

El libro digital, profeta de estos tiempos sin dioses, representa a la vez el cielo y el infierno. Para algunos visionarios (uso el adjetivo sin intención peyorativa), el libro digital abre las puertas del cielo a los editores y escritores que ahora podrán ofertar sus obras sin necesidad de hacer grandes inversiones. El lector, por su parte, cuenta con un catálogo interminable de títulos (novela, ensayo, cuento, poesía, etcétera) a los que puede acceder con un solo clic, sin abandonar el mullido sofá del salón, a veces a precios muy económicos.

Y, sin embargo, muchos editores, tan tradicionales como agoreros (adjetivo de nuevo sin voluntad ofensiva), piensan que el libro digital, lastrado irremediablemente por la piratería, les condena al infierno mientras no existan leyes --y por ahora no las hay, al menos en España-- que aten en corto a los combativos piratas modernos.

Tenemos, pues, visionarios versus agoreros. Los primeros piensan que los precios bajos ahuyentarán a los piratas, aunque todos sabemos que el atracador de bancos no acude a una sucursal para alimentar la caja sino para expoliarla. Como autor (también de libros digitales), no puedo unirme al bando agorero, aunque mi escepticismo me impide también alinearme con los visionarios. Habrá de ser el tiempo, como siempre, quien escriba la última palabra.