Hay un cierto interés por leer el libro de la historia a pie de obra, es decir, a través de la vivencia artística y cultural. Eso es bueno. Saludable también para el alma, recuperar el asombro del arte ante la fascinación de la belleza y de la sabiduría que emana de cuanto nos ha entregado la historia. Ensalzar el que los templos y monasterios se abran a las gentes es de justicia. Contemplar las pinturas, esculturas, retablos, vidrieras, orfebrería y textiles, es una manera sana de cultivarse y de crecer. Un arte que ha sido puesto al servicio de la fe y del culto, al que acudimos y del que no saldremos indiferentes. El verano es un tiempo propicio para ello.

Contrario a lo que pudiera parecer, los turistas no sólo se interesan por la materialidad del monumento, sino también por el alma de ese edificio, donde habita generalmente una comunidad cristiana que lo ha creado y le da vida. Hoy se aprecia y valora el patrimonio cultural, sin duda, la gente quiere conocerlo.

Es verdad que la Iglesia no ha hecho el arte por el arte, sino para expresar su fe y dignificar el culto, y esa autenticidad desea compartirla. Así el arte es vehículo y lenguaje para la presentación de la fe cristiana, que tanto nos enraíza. La historia no se puede borrar. Ni menos ha de acomplejarnos.

El arte es palabra para la fe y la experiencia religiosa. El arte es un libro abierto que habla de Jesucristo, por ello algunos le han llamado el quinto evangelio . Es una explicación visual de la fe cristiana, un catecismo al alcance de todos. Es prueba y testimonio de la fe de un pueblo, es manifestación de cultura y evangelización, al que acuden multitud de personas, aunque se silencie su devoción.

Ciertamente es una buena noticia ese afán por conocer nuestras raíces. Lo que no se conoce, tampoco se ama, ni se valora, ni se protege. No está oculto, ni secuestrado, está ahí expuesto en los templos. Hay que acercarse, informarse, leer, contemplarlo, vivirlo y hasta revivirlo. Hoy se está interviniendo mucho en el patrimonio histórico-artístico. Es una buena noticia, desde luego que sí. Pero poco o nada se dice del gran esfuerzo que las parroquias y conventos tienen que hacer constantemente para mantener limpio y en buen estado sus cubiertas, restaurar sus bienes muebles. Es un patrimonio de todos y todos debemos colaborar a su protección.

Quiero destacar la labor callada, constante y eficaz de esos religiosos, que gracias a ellos, aunque hayan cometido algún error, el libro de la historia se conserva. Ultimamente, la implicación del Estado y sus administraciones, en la restauración y conservación de todo tipo de edificios histórico-religosos, merece el mayor de los elogios. Quizás ahora debieran participar con más tesón la iniciativa privada, el mecenazgo de entidades bancarias, empresas y fundaciones; porque, al fin y al cabo, que no se pudra el libro de la historia es tarea en la que nadie queda a salvo. En esas páginas de vida, están nuestros antepasados, los antepasados de nuestros antepasados, y también estaremos nosotros como don de la existencia humana. Las generaciones futuras nos esperan en ese tiempo, donde el tiempo se eterniza.

*Escritor