Después de todo esto que viene pasando desde hace años, décadas, siglos, ahora que por fin parece que se hablan las cosas claras, que hay números que evidencian la desigualdad, que hay censo de víctimas con nombres, apellidos y escabrosos detalles de cada uno de los crímenes; ahora que por fin parece que aumentan las denuncias porque crece también la conciencia del delito y que suben igualmente las evidencias de la mala gestión de la denuncia en la misma comisaría a la que una ha acudido a denunciar.

Ahora que cientos, miles de voces se le unen al grito de «a mí también» a quien se atreve a decir «ese de ahí me ha hecho esto que, por muy normalizado que esté, por habitual que sea, por muy normal que os parezca, es una humillación, un abuso, una agresión y si no lo veis, es que vosotros también sois humilladores, abusadores y agresores».

Ahora que el alcohol ya no cuela como atenuante, que sea de noche no exime de nada y que ser el marido no te da ningún derecho sobre nadie; ahora que por fin todo parece estar un poco más claro, ¿seguiremos educando a las niñas en larguras de faldas, en amplitudes de escotes, en maneras de fumar, entornar los ojos, bajar la cabeza, mirar al suelo, callar, aguantar gritos, encajar golpes, no contar nada, no viajar solas, no destacar, no interrumpir, aceptar que las interrumpan, hacerse las tontas y no reír a carcajadas pero sonreír, sonreír, sonreír y ser agradables y ser complacientes y ser apoyo y tragar?

Porque si lo hacemos, todo esto no habrá servido para nada. Si solo una baja la cabeza, se hace la tonta, renuncia por otro a lo que ella quiere ser o acepta condiciones que no hubiera aceptado nunca por no sentirse sola, dará pie al humillador, al castrador, al dominador para seguir siéndolo de forma aparentemente legítima. Parece que es por fin nuestra generación la que ha levantado la liebre del abuso de género. Ahora es el momento de educar a nuestros hijos y a nuestras hijas para que esa liebre no se vuelva a esconder.