Casi todos apelamos a la ética. Bonita palabra, sin duda, para los tiempos que corren, tan duros. A mí me gusta practicarla. Es más, me parece una obligación moral. No alardeo de ello, empero. En mi profesión hay quien la ensucia, pero me imagino que será cuestión de partes alícuotas, repartidas con equilibrio. Por eso no es bueno dramatizar. Lo mejor es mirar de soslayo e, incluso, reír. Qué se le va a hacer. Pese a que el asunto no sea menor. Yo sigo creyendo firmemente en mi profesión, esa en la que tanto gozo. «Noticia es lo que interesa al lector», dice un viejo manual de redacción periodística. E intento, con todas mis limitaciones, cumplir lo mejor posible con mi trabajo mirando hacia la audiencia. Ser lo más objetivo y honrado posible. He respetado y respetaré siempre a mis compañeros. Como en el deporte, unos días gano mi partido diario.

Otros, sin embargo, pierdo. Qué se le va a hacer. Así pienso que cumplo con mi conciencia y, por ende, con mi ética. No quiero medallas. Pido respeto, que es poco, pero también mucho. El que pienso que merecemos todos, los mejores y los peores; los más dotados y los más limitados. Sin exclusión. Sí aseguro que jamás me apropiaría de una noticia de un compañero de otro medio para alardear de ella ante mis lectores. En casi 30 años de profesión he disfrutado incluso del periodismo de medios y colegas. Maravilloso ejercicio. Esta semana he alucinado: se han ‘beneficiado’ de una zafia manera de una noticia mía, de mi periódico, y, para más inri, han sacado pecho atribuyéndosela, aprovechándose de una circunstancia paralela. Así es la vida. Así es el periodismo, en este ejemplo con minúsculas. Y es que no merece que una profesión tan maravillosa lleve letras grandes en algunos casos, como el que lamentablemente nos ha ocupado esta semana. En fin. Allá el pecador.