Cual leones enjaulados. En estos tiempos de encierro, de obligado confinamiento, tendemos a cierto enfado (cual leones enjaulados). Al menos yo. La libertad, la humildísima libertad de vagar libérrimos, está ausente. La cárcel debe ser algo así. En las cárceles no se ventila (convenientemente) el pensamiento. Pienso yo, que de las cárceles solo conozco lo que a los abogados, en el ejercicio de nuestra sacrosanta misión, nos es dado conocer.

Digo leones enjaulados y digo bien. El roce, además de las llagas, despierta el cariño. En estos días estamos ayunos de barras (y estrellas). Las de los bares, claro está (y las de los cielos abiertos en las noches de España). España, mater amatísima, otra vez con las costuras en trance de reventar. Enjaulados. Sin barras, pero con libros.

De lo presente, de cuanto ocurre, me quedo con las estanterías enlibradas que asoman en cuanto sus dueños asoman (a internet). Libros por cientos. En mi infancia había quien no tenía libros (los motivos los dejos al siempre sucio debate de los envenenamientos políticos). Había quien tenía libros (por miríadas) y quienes no (miríadas de ellos, por cierto). Y -permítanme que airee el recuerdo- había también una tercera clase de homínidos: aquellos que compraban libros de pega por metros para engalanar la boiserie. Ahora, miren por dónde, tener una boiserie es casi un desdoro.

Pero los libros siguen ahí. Esperando la hoguera del gran hermano que vendrá (en breve). Pero están. Libros. Libros a la espera de lector. Libros con el corazón de papel. Libros matanceros y libros sanadores. De todo hay. Libros, los más, cual queroseno, destinados al fuego. Y otros, los menos, libros calmos. Yo he tenido la suerte de darme de bruces con uno de estos últimos; un buen libro (para calmar leones enjaulados). Un libro balsámico. Casi un arrullo. Solo brisa de amanecer. No más que el leve aleteo de una hoja de álamo al caer sobre las aguas. Un buen libro para un mal confinamiento.

En realidad es un cuento. Salvífico. Al menos en lo que a mí toca. Un cuento, que como todos los cuentos que merecen ser llamados tales, resultan apropiados para humanos de cualquier edad. La mía, por ejemplo.

«La sombra del emperador» de Alfredo Liñán (Corrochano por más señas). Letras en paz; como para reconciliarte con los otros y con el tiempo que nos ha tocado vivir. Y, sobre todo, para volver al niño que fuiste y que ya no recuerdas quién era. Letras para leer con ojos de niño (pero para meditar con entendederas de anciano). Resúmase cuanto digo en decir que leerlo me ha devuelto cierta paz interior. Paz interior en este trance de agonía.

Liñán me ha devuelto a Extremadura. A Cuacos. A Gredos en majestad. Al retiro de las cosas mundanas. A la decrepitud de la carne pero, sobre todo, al sosiego del alma. A España y a Portugal, con sus caminos fundidos. Al estanque del monasterio. A sus truchas y al niño pescador, por voluntad del Emperador Carlos, «maestro pescador».

El libro se publicó hará veinte años. Ha caído en mis manos ahora y he vuelto a ser niño en el minuto breve de su lectura. Todos los niños extremeños deberían leer «La sombra del emperador». Un cuento sin lobos. Sin malvados. Un cuento escrito, bien escrito, sobre inocentes bondades. De Cuacos a Lepanto. Aún en la batalla, solo humanos.

Una obrita deliciosa, serena, que invita a volver la mirada a nuestra propia infancia, a los libros que entonces leíamos. Una obra de vuelta a la paz de Yuste, al hermano despensero, a un viejo desvalido y a dos niños camino de hombres. Escrito todo en alabanza de la virtud. Todo en cumplimiento del deber. Y Don Juan, generalísimo de la Santa Liga contra el turco, vencedor de la memorable jornada de Lepanto, «apretó fuertemente los dientes para evitar que las lágrimas lo traicionaran».