La portada de El último libro, la última novela de Marcos Eymar (Madrid, 1979), que obtuvo el Premio Ciudad de Valencia y ha sido publicada por Pre-Textos, no puede ser más ilustrativa de estos tiempos que corren: una mascarilla higiénica, de las más corrientes y de un solo uso en teoría, posada sobre unos libros. Y es que enfermedad y literatura son los dos polos que se enfrentan en esta narración. Si en la célebre El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas, se trataba a la literatura como una enfermedad, Eymar postula los poderes paliativos, incluso curativos, de la ficción.

El protagonista de esta novela es un peculiar bibliotecario que suministra libros a los ingresados en el hospital Virgen del Perpetuo Socorro (hospital ficticio que el autor sitúa en Madrid, aunque haya dos reales que se llamen así, en Albacete y Cartagena). Convencido cómo está de que, frente al tópico, «es absurdo pensar en qué libro llevarse a una isla desierta; lo importante es saber cuál leeríamos antes de morir», se empeña en mejorar el gusto de los enfermos terminales, llegando por ejemplo a entregar, a una señora que pedía El alquimista, de Paulo Coelho, el Siddhartha, de Hermann Hesse, aunque para ello tenga que hacer trampa cambiándole la cubierta.

Su vida, más o menos rutinaria, con los altibajos de su relación con la enfermera Tamara, dará un vuelco a partir de que se obsesiona con un paciente llamado Klaus Carrasco, empresario de éxito ingresado con una extraña dolencia. Como si este fuera el sultán de Las mil y una noches, y el bibliotecario fuera Sherezade, va aportándole cada día un cuento que considera que le impactará especialmente por asociarlo con lo que va sabiendo de su biografía. El constructor que forma parte de la jet set madrileña resulta ser hijo de un republicano exiliado en París, traumatizado por su paso por Mauthausen, por la infidelidad de su esposa y por su trabajo en las alcantarillas. Si Klaus perdió a su padre aún de niño, en la proximidad de la muerte se acuerda cada vez más de él y se obsesiona con la idea de que su mujer, Ana, de origen albanés, lo esté engañando.

Por ello le pide al bibliotecario que la espíe, lo cual desencadena una búsqueda tragicómica, pues el protagonista, como ocurriera con el de Hendaya, la anterior novela de Marcos Eymar (galardonada con el premio Vargas Llosa y traducida al francés para la prestigiosa editorial Actes Sud), oscila entre el vodevil y la tragedia, salpicando su búsqueda con picantes reflexiones lingüísticas: «Salir»: siempre me pareció absurda esa expresión. «Quiero salir contigo» en realidad significa «Quiero entrar en ti». O cuando, al conocer a Ana, queda fascinado por su frase, fruto de su impericia lingüística: «Klaus está muy enfermo, tenemos que buscarle cura». ¿Un religioso que trate su alma, o una medicina para su cuerpo? En cualquier caso, los relatos que va suministrándole al agonizante Klaus podrían componer una antología que fácilmente suscitaría el amor a la literatura, por ejemplo entre adolescentes: desde Tolstóiy Clarín a Maupassant y Onetti, desde el anónimo Libro de los muertos del antiguo Egipto a Hawthorne o Nabokov.

La importancia de contar historias la vivirá en persona el bibliotecario cuando, buscando al misterioso albanés que se encuentra con Ana (¿su hermano, su amante?) se adentre en el complejo mundo de la inmigración clandestina en Madrid y descubra cómo una buena historia puede decidir sobre la aceptación o el rechazo de las solicitudes de asilo.

Frente a los partidarios del realismo más ramplón y previsible, tan abundantes en nuestro país, el protagonista-narrador declara que «un libro es lo contrario de un espejo: un abismo, un agujero negro que nos engulle y nos convierte en alguien que nunca sabremos que hemos sido».

* Escritor