En días claros, se pueden ver desde Cáceres las cumbres aún nevadas de Gredos, vista que nos llena de alegría. Siempre me han gustado las montañas, aunque para alguien criado en las Vegas Altas del Guadiana, las máximas montañas eran las del castillo de Magacela o, cuando visitábamos a mis abuelos, las de la Sierra de Castuera. La altura oxigena las meninges y muchos pensadores han tenido sus mejores ideas caminando por montañas, como Nietzsche por los Alpes o Unamuno por la Peña de Francia. Lo que pocas veces se ha puesto por escrito es la propia montaña, aunque haya excepciones como la del poeta Joan de la Vega, catalán de origen granadino, entusiasta del Pirineo, en libros como La montaña efímera o Y tú, Pirene.

Pero había de ser un suizo, cómo no, quien escribiera la biblia para alpinistas y montañeros, que es La alta ruta (1974) de Maurice Chappaz, que acaba de publicar por primera vez en español la editorial cacereña Periférica. Y ello en traducción de Rafael-José Díaz, que aparte de excelente poeta, es uno de los mejores traductores literarios del francés, como prueban sus largos años de dedicación a la obra del también suizo Philippe Jaccottet, el mejor poeta vivo en lengua francesa.

A propósito de su tarea de intermediario entre lenguas, Díaz hablaba de «un proceso de interiorización de la palabra sin el cual, en mi opinión, no puede existir traducción alguna». Esa labor que distingue al buen traductor del traductor a destajo, se nota en la versión de un texto peculiarísimo, donde los tecnicismos de la jerga alpinista adquieren valores poéticos. Chappaz fue un tipo curioso. Hijo de un notario de Lausana, prefirió retirarse a una aldea y vivir como campesino, aunque de vez en cuando partiera en largos viajes, desde Nepal a Canadá, China, Rusia o el Líbano. Siempre para volver a su cantón del Valais. En su diario, el parisino Gabriel Matzneff anota: «En casa de Chappaz. Qué tío más increíble. El queso, de sus ovejas. El vino, de sus viñas. El pan, de su horno».

Y es que Chappaz recibía de la montaña sensaciones que no le daría ninguna ciudad llena de atracciones. A través de su descripción de ascensiones difíciles, de descensos en esquí, se trasluce una rara sensualidad en su contacto con la naturaleza. Una lengua bullente de metáforas y aliteraciones (todo un logro traducirlas) en las que las pendientes nevadas son «playas verticales» o, en momentos de riesgo, se ven los «esquís como dos tablillas de ataúd». La comunión con la naturaleza oscila entre lo sexual y lo religioso. «Al comienzo era el precipicio», se dice, o se musita una oración inventada: «Cuerpo nuestro que estás en el cielo, venga a nosotros tu nieve…» La montaña es percibida como un ser vivo que nos habla a través de las sensaciones y Chappaz, según camina cada vez más aislado en las alturas, se siente «hacia el otro lenguaje». Las nieblas que suben son «respiraciones de un valle profundo» y las avalanchas se calman «como los sobresaltos de un durmiente que se apaga en hondas respiraciones». En los mejores momentos, confiesa que «la montaña se convierte en mi vasto cuerpo».

Una literatura de las alturas, una literaltura, si me permiten el vocablo, que transmite una sensación de euforia, al alcance de cualquiera que, sin necesidad de ir al Montblanc, se anime a ascender las sierras de Gredos, San Pedro, Montánchez o Tentudía.