Hay una pregunta agazapada siempre en medio de muchas de las entrevistas que me han hecho. He aprendido a esperarla con paciencia, cada vez con menos, todo hay que decirlo, armada al principio con toda clase de argumentos, desarmada al final, con la pura lógica como escudo. ¿Cree usted en la existencia de una literatura femenina? O de otro modo, ¿las mujeres escriben para mujeres?

Al principio tomaba aire y luego esgrimía una serie de razonamientos, unos propios, otros, tomados de críticos y escritores. O las preguntas de otras entrevistas, en las que se me decía que una mujer no podía hablar de guerras porque no las conocía, por supuesto, dando por sentado que todos los grandes autores de libros de tema bélico han estado en el frente, en primerísima línea de batalla. Como si escribir no fuera precisamente distanciarse, contar, inventar historias. Como si un escritor fuera solamente su voz y no una voz múltiple, compuesta de todas sus experiencias, pero también de las experiencias de los demás, de lo leído, de lo no vivido, de lo soñado.

Como si la escritura no consistiera precisamente en una voz fingida, elegida unas veces a conciencia, otras impuesta por la imaginación. Como si toda historia contuviera una autobiografía. A todos estos argumentos personales, añadía otros, como el de la crítica malévola que hay detrás de frases tan aparentemente amables como la de que las mujeres somos más creativas, no en el sentido de tener más imaginación, sino en el de dejarnos dominar por las emociones.

En conclusión, no hagamos tantas parcelas del reino infinito de la literatura. Acabaremos por perder la perspectiva al dividir tanto. Ya tenemos generaciones, grupos, géneros, subgéneros... No hablemos en la España del XXI de otra clasificación, o no generalicemos. No nos dejemos encasillar, que no nos enorgullezca que nos digan que escribimos para mujeres, como mujeres que somos. Porque yo, que ahora hablo de mí porque como decía Unamuno, soy la mujer que tengo más a mano, soy mujer, pero también soy la suma de mi lugar y fecha de nacimiento, mi familia, mis amigos, la gente que quiero, la ciudad que me acoge, las que he conocido, mi trabajo, mis estudios, mi altura… Tantas cosas, tantas, que no caben en una sola etiqueta, y menos en una impuesta por una sociedad que aún está lejos de haber alcanzado la igualdad que reivindicaremos mañana.