Sopla un viento frío, de solemnidad, entre las almenas de la morería en Extremadura. Los fornidos hombres de la guardia hoy, ignoramos la causa y el motivo, se han relajado en exceso. Quizás por el calor que desprenden las ramas de la fogata sobre los cuerpos adormecidos de cuantos descansan, antes del relevo, en el sublime silencio de estas preciadas torres y alta estima de conquistas, entre el cielo y la tierra.

Y desde el sosiego, espléndido, que imprime la altura de estas torres moras, se contempla la inmensidad del paisaje de la ciudad callada, arrobada en el refugio de las casas y los campamentos. El astrólogo, el emir, el sultán, el jeque y el alarife de confianza, tras muchas consultas entre ellos, mueven las piezas de un juego extraño.

Al parecer el mismo es conocido como ajedrez y se disputa sobre sesenta y cuatro casillas. Dos ejércitos que chocan, en combate, hasta que dan jaque a un rey que cae descompungido y sitiado. Y sin más salida que la rendición y la entrega, arrebatada, de la plaza. Un rey que se desmorona, más que de dolor, de rabia y pena. El saber y el sabor de la rumorología, que se expande por las callejuelas y plazoletas, por los adarves y jardines de palmeras, pregona que se trata de un juego para mentes de una privilegiada capacidad e inteligencia.

Corre de forma cantarina el agua de las fuentes que mana, apuntan los más avanzados investigadores, para serenar el espíritu humano tras el ajetreo de la jornada. Un acertado remedio popular de la medicina que tanto avanzó en aquellos tiempos. Trina con riqueza la irisada y alegre fauna que aletea por el variado ramaje de la arboleda. Se combate sin piedad en el cerco, desafiante, de la Granada extremeña, en medio de un río eterno de sangre en las páginas de la historia.

XLA MORISMAx, en el tablero del ajedrez de la pelea por donde avanzan sin tregua ni desmayo los ejércitos de la cristiandad para hacerse con una plaza tan emblemática, como resulta la ciudad de la Alhambra, y aquí la Alcazaba o la Torre de Abu-Jacob, cruje de horror y de desesperación. Porque en la contienda ajedrecística, tal como dan cuenta las crónicas, sus siempre sabios mandatarios, van perdiendo, de modo inmisericorde, torres, caballos, alfiles, peones- entre el cruel enigma de la derrota y la muerte.

¡Qué duro y qué difícil se hace pelear desde el desorden, la pobreza y el decaimiento anímico contra el orden, la riqueza y el impulso guerrero que baja a espuertas desde los reinos de Castilla y Aragón! Hay tanto en juego que la partida, con piezas humanas, es seguida con inusitada expectación y nerviosismo por una gigantesca multitud que se arremolina, consciente de que, muchos de ellos caerán en la huida de la pérdida desbocándose, como los caballos salvajes, entre los polvorientos senderos del hambre y el miedo.

Mientras un Boabdil extremeño, cuyo nombre debiera de adivinar y descubrir el agudo lector, se desespera, invadido por la mayor de las iras, porque hasta sus hombres y guerreros, con tantas conquistas y triunfos en el trajín de sus avaricias y esplendores, fieles y leales hasta unos instantes previos, se desperdigan cobardemente.

Boabdil, el pobre Boabdil va perdiendo piezas del ajedrez en cada uno de sus movimientos. Y el dulce sonar de las chirimías, otrora mágicas, languidece de abatimiento contra los ruidosos tambores de la cristiandad que proclaman su victoria.

¡Pobre Boabdil, envuelto entre lujosos y arabescos ropajes, sobre un enjaezado corcel, con tupidas monturas de rey, que trota dando vueltas en su derredor, sin destino y con unas riendas sin dueño!

Y su madre, todo un sarmiento de arrugas, con el rostro surcado de dolor, un ropaje de miseria, se desgarra la cara, mientras mira al hijo, arrebatado por el mal hado, y al que casi todos abandonan.

La madre, todo cariño, le abraza, mira a La Meca, se desploma de muerte con las huras del Corán, y le reza a su hijo con la canción del amor eterno sabiendo que el imperio se desmoronaba:

--Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre.

*Periodista