La escena de ese gallego apaleando a un perro hasta la muerte me ha hecho llorar. No soy el único que lo ha escrito ni quiero pasar por sensible, pero se me encogieron las vísceras y únicamente con los ojos llenos de lágrimas pude apartar la vista de aquella infamia. También he llorado en otras muchas ocasiones, pues tuve la suerte de superar, bien joven, ese terrible tabú machista que se mantenía todavía en España acerca de que las lágrimas eran cosas de niños o de mujeres y los hombres no lloraban. Por eso lloré con la imagen tenebrosa de Tejero en el Congreso, lloré el día de las torres gemelas , lloré cuando la masacre de los trenes de Atocha y he llorado hace poco viendo en un reportaje de televisión el terror de una niña africana a quien le imponían la ablación. Ya he dicho que no quiero presumir de sensible, o de exquisito, nada de eso, sino que a veces se me enredan las neuronas con la sangre y parece como si las atrocidades que contemplo sólo las pueda digerir mentalmente con el filtro del llanto.

¡Dios, qué mundo tan incomprensible, tan necio, tan paradójico, tan estúpidamente contradictorio! En la misma época, en el mismo país, casi en el mismo lugar del gallego nefando, hay cientos de personas que aman a sus perros como si fueran uno más de la familia, y les cuidan, les acarician, les miman, incluso casi rozando el ridículo en algunas ocasiones. En ese salón del Congreso donde se dispararon unos tiros y se evidenció lo peor del fascismo, con su burdo ¡sesientencoño !, como muestra de la estética de la fuerza bruta, han venido ocupando sus escaños cientos de los mejores españoles que, a lo largo ya de más de siglo y medio, nos han ido dando constituciones y leyes para hacernos cada vez más libres. De la misma edad que esos jóvenes fanatizados por una mal entendida religión, que les llevó a destrozar el cuerpo de cientos de madrileños en Atocha, existen otros miles que, sin fanatismo pero con un entusiasmo muy diferente, son capaces de acudir a Galicia, por ejemplo, a limpiar sus costas del terrible petróleo de barcos canallas, sin esperar nada a cambio, ni siquiera un paraíso, simplemente porque creen firmemente en la solidaridad.

XEN UNAx misma etapa histórica pueden coincidir personas como Bush, Bin Laden o Teresa de Calcuta , por poner tres ejemplos de identidades que tienen creencias, principios firmes que los ponen en práctica. Sin embargo, tanto la capacidad de su praxis, así como los medios que utilizan para sus objetivos son evidentemente diferentes y los resultados que obtienen van desde el extremo de la violencia y la fuerza militar hasta el extremo de la caridad, la abnegación y la solidaridad con los que menos suerte tienen en este mundo.

En el mismo siglo del imperialismo, de los fascismos, de las dictaduras comunistas, de las bombas atómicas, de la guerra fría... surgieron movimientos por la paz (tan efímeros como románticos y esperanzadores), se afianzó la democracia en Europa, nacieron héroes, poetas y pintores, se inventaron grandes remedios para enfermedades antes incurables, miles de mentes lúcidas investigaron y lograron mejoras técnicas que nos han adelantado el futuro, brotaron las primeras advertencias de que el planeta no es más que un buque en el océano del cosmos --y lo debemos cuidar antes de que se vaya a pique--, nacieron también las ONG y un largo etcétera de lo admirable de nuestra contemporaneidad que haría interminable la lista.

Y en la proximidad más inmediata, en este mismo bloque de pisos donde escribo, hay decenas de maridos amables, cariñosos, respetuosos con sus mujeres, que intentan hacer verdad la equidad en el matrimonio; pero es posible que haya más de uno que, sin llegar a la bestialidad de la agresión o el crimen, considere que su mujer le pertenece y, además, que es inferior y por lo tanto debe ser una especie de criada o de persona de segunda clase puesta a su disposición. Contra ella ejerce día a día el maltrato y la humillación, no tan espectacular como el de los locos asesinos, sino de una forma poco estridente y de apariencia civilizada, pero igualmente cruel y miserable. Y seguramente, ni siquiera es consciente de que es un machista impresentable.

¿Dónde está la clave, cuál es la explicación para este mundo en el que una inmensa mayoría de gentes más o menos normales tiene que convivir con el mal, la incultura, la fuerza bruta o el terror de unos pocos? ¿Acaso es una cuota que debemos pagar de forma obligada, de forma irremediable, porque la naturaleza humana es así?

Si fuese un loco o un mesías, quizás tuviese la solución del enigma y la solución del problema. Pero ni soy un mesías redentor y en cuanto a la mente, aún estoy medianamente cuerdo: por eso, de vez en cuando, no me queda más remedio que llorar lágrimas de adulto, cuando el mundo se me vuelve absurdo y el optimismo se me borra del alma.

*Catedrático de instituto