Los distintos estudios sobre el volumen de la economía sumergida en España señalan que podría moverse entre el equivalente al 20% o el 25% del Producto Interior Bruto (PIB). El más reciente de ellos, patrocinado por Visa, lo sitúa un poco más abajo, en el 19%, probablemente por la caída de la actividad constructora, una gran fábrica de dinero opaco. En cualquier caso, son porcentajes que nos sitúan a la cabeza de Europa occidental y que vienen a decir que es como si la actividad de un territorio del peso de Cataluña permaneciese oculta al Fisco.

Si de un día para otro toda esa economía se blanqueara, la recaudación fiscal que generaría pondría fin a los recortes y de un plumazo acabaría con el famoso déficit público. También incidiría en las cifras de desempleo, claro, porque dos tercios de esa actividad clandestina se basan en trabajo no declarado; lo que no quiere decir que terminara con el paro, entre otras cosas porque una parte de quienes trabajan en negro tienen en paralelo una ocupación legal.

La firma que ha encargado este último estudio sugiere que si aumentasen un 15% los medios de pago electrónico se reduciría un 9% la economía sumergida si eso se acompañase, además, de un trabajo de inspección centrado en los sectores más esquivos, como la construcción, las inmobiliarias, la restauración, las tiendas de ventas no especializadas, etcétera. Va en la línea de la tendencia generalizada en toda Europa de prohibir pagos en efectivo por encima de ciertas cantidades. Son bien intencionadas, pero la experiencia de países como Italia no parece avalar que tenga una gran eficacia.

España se enfrenta a la economía sumergida con dos grandes problemas. Uno es la ineficiencia del aparato tributario, como demuestra el hecho de que el Tribunal Económico Administrativo falle en el 38% de los casos a favor del contribuyente que recurre al mismo. El otro es la falta de conciencia fiscal de los ciudadanos, convencidos de que existen grandes colectivos que no pagan lo que deberían y de que son los de abajo quienes más contribuyen, como da a entender el hecho de que trabajadores y jubilados declaren más ingresos que los pequeños empresarios y los profesionales.

Una buena terapia contra ese problema ético sería la ejemplaridad, pero no parece que la profusión de casos de corrupción de grandes personajes de la política y de los negocios vaya a permitirlo.