Escritor

No me canso de leer en nuestro pasado. Con mucha frecuencia tengo que consultar documentos históricos para alimentar las tramas de mis novelas. El fondo del pasado es inagotable. Carlo Gordón, dramaturgo italiano del siglo XVIII, escribía: "El mundo es un bello libro, pero poco útil para quien no sabe leer en él". Efectivamente, qué triste es pasar por la vida sin fijarse en la cantidad de maravillas que pueden disfrutarse. El mundo, tan vasto, con la inmensidad de paisajes diferentes, gentes diversas, ciudades, pueblos, en la sorpresa de sus caminos, es una fuente inagotable de entretenimiento. Comprendo ahora el porqué de este éxito del llamado turismo de interior de nuestros días y el esfuerzo de la Junta de Extremadura por adecentar los monumentos y favorecer una infraestructura que promocione las maravillas de nuestra región, hasta en los lugares más recónditos.

Precisamente tenía yo que visitar un rincón extremeño para documentarme in situ sobre algunos personajes de mi próxima novela. Sumido en mis cavilaciones, una de estas mañanas de noviembre, de fina lluvia y cielos plomizos, me desplazo a Belvís de Monroy. Es un lugar que antes pudiera resultar apartado, por caer a trasmano yendo hacia Madrid, en las vertientes orientales de Miravete. Hoy, en cambio, la autovía Madrid-Lisboa facilita mucho el acceso como un mero desviarse hacia la derecha unos kilómetros en la dirección de la capital de España.

Me sorprendo al atravesar unos páramos donde pacen mansos rebaños aprovechando la tierna hierba del otoño. Hay vallas de piedras puestas unas sobre otras alternándose con las alambradas modernas; pero todo el paisaje no deja de estar impregnado de sabor medieval. Mi sorpresa aumenta al aproximarme a una recia fortaleza que se alza sobre un promontorio. Es un castillo muy hermoso, que se mantiene en pie, desafiante, con un buen conjunto de murallas, torres y almenas en buen estado. Lo bordeo y voy a encontrarme con un pueblo pequeño en el que abundan las antiguas construcciones. En la plaza hay silencio a esa hora de la mañana. Una enhiesta y orgullosa picota me recibe, pétrea, exhibiendo los blasones de los poderes señoriales de la villa. Me parece un conjunto casi perfecto: pueblo, castillo y montes; una visión muy auténtica.

Busco el ayuntamiento y me atienden unas encantadoras señoritas que trabajan como agentes de desarrollo rural. Enseguida me doy cuenta de que conocen perfectamente la historia de su pueblo hasta el último detalle. Hablamos un largo rato. Les pregunto. Me explican muchas cosas que yo no sabía. Me aportan datos, nombres, documentos. Estoy encantado. Además de ser amables y educadas, tienen ese estilo sencillo y esa categoría que aporta el buen talante a quien presta un servicio público.

Se prestan a acompañarme a ver los monumentos. Ante mis ojos parecen cobrar vida los personajes de mi novela: los señores de Belvís, los Monroy, las antiguas contiendas medievales, los asaltos, los asedios, los siglos de rencillas, e incluso el abandono, el olvido...

Me sorprende cómo en un lugar ciertamente algo desconocido se dan cita una de serie de coincidencias llenas de interés: el paso por aquí de San Pedro de Alcántara en su mocedad como novicio de los franciscanos; la presencia del entrañable convento desde donde parten los llamados Doce Apóstoles de Belvís , frailes entregados a la evangelización de América como primicia de la gran obra del Nuevo Mundo; la presencia en el castillo del conde de Oropesa, don Fernán Alvarez de Toledo, camarero y hombre de confianza de Carlos V, el cual se hospedó en su palacio-fortaleza de Jarandilla antes de ir a recluirse a Yuste; el recuerdo de El Bezudo, pendenciero señor de Belvís, el gigante, don Francisco de Monroy, su hija Beatriz, que casó con el mencionado conde de Oropesa... En fin, una saga de personajes cuyas interesantes vidas no se agotan.

Dénse una vuelta por Belvís de Monroy, hagan turismo de interior en nuestra Extremadura cuyo otoño es tan peculiar, y lean en el mágico libro del pasado.