Escritora

Luis Candelas era un delincuente muy español. Nos caía bien porque robaba al rico para dárselo al pobre. Cierto que arreaba algún que otro mamporro en esta operación, pero era a mayor gloria del reparto equitativo y la justicia social. Siempre ha sido ésta una tierra de bandoleros y gentes echadas al monte que fascinaban a los guiris en general y a los viajeros británicos en particular, cuando todos ellos eran cultos, naturalmente, que ahora sólo aprecian la litrona y el sol.

El concepto de picaresca y delito en España ha estado tradicionalmente teñida de una pátina quijotesca y reivindicativa. Si hay hambre, se roba; si se cometen abusos, de alguna manera se tendrán que vengar. Todo esto sucedía cuando las clases sociales eran pocas y muy distantes entre sí. Cuando la clase media se generalizó y la propiedad privada ya no era un privilegio sino algo asequible, las cosas empezaron a cambiar. Robar y atacar a un transeúnte dejó de ser romántico para convertirse en una práctica condenable sin ningún paliativo.

Bueno, paliativos sí los había según el tipo de agresión. En este país hemos sido tan bestias como para que el crimen pasional se haya contemplado con una cierta manga ancha. Matar es abominable, pero si tu esposa te la pega con un galán... un arrebato lo tiene cualquiera, ¿o no? Sin embargo, poco a poco cualquier justificación para el asesinato o el ataque violento ha ido desapareciendo de la tolerancia nacional. Nos civilizamos, y un delito es un delito sin más explicaciones. Además, el tipo de crimen al que la crónica de sucesos nos tenía acostumbrados rozaba una cierta cutrez. Pedro Almodóvar supo simbolizarlo muy bien en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, donde una vilipendiada ama de casa, no pudiendo aguantar tanto maltrato, se carga a su marido aporreándolo con un hueso de jamón que luego echa al puchero. El asesinato quedaba impune, y el espectador, contento, porque tenía sus buenos motivos la mujer y encima, el arma utilizada no dejaba de ser un objeto de culto en el imaginario castizo. Todo quedaba en casa, como si dijéramos.

Pero de esas ficciones a la realidad actual dista un abismo. A todos se nos han puesto los pelos de punta frente a sucesos recientes que hablan de agresiones muy violentas, crímenes a sangre fría en realidad, donde la gratuidad de los móviles impedía toda excusa o acercamiento humano a los culpables. Los casos del furgón de Terrassa y el taxista apuñalado muestran una innegable crueldad y miseria moral. Para colmo, cuando nos preparábamos para buscar responsabilidades entre las mafias extranjeras que operan aquí, la policía nos ha puesto ante los ojos a delincuentes autóctonos. Estamos sorprendidos, nos preguntamos el porqué de estos hechos novedosos e indeseables.

Se pueden pensar muchas cosas, desde la influencia del cine y la televisión en los comportamientos violentos, hasta la globalización del mal por vía de las multinacionales del delito, que elevan el listón general de los criminales.

No sé, el caso es que la vida de un hombre nunca ha valido menos. Estamos acostumbrándonos a la crueldad y, al mismo tiempo, nos sentimos amenazados. Volvemos a una especie de ley de la jungla donde los hombres somos individuales y hemos de temer al de al lado. Me pasan datos que confirman hasta qué punto es fácil hoy en día comprar una pistola en el mercado negro español. Al parecer, incluso armas que llevaban ocultas desde la guerra civil han salido a la luz y se cotizan como material vendible. Escenas que no veíamos sino en las películas americanas, empiezan a ser posibles entre nosotros.

Esta importación no es del todo casual. EEUU es el país más individualista del mundo y hacia ese modelo tendemos. En vano intentamos encontrar razones de grupo que nos exoneren. ¿Los inmigrantes como culpables? Es demasiado fácil creerlo.

En realidad nosotros mismos hemos querido vivir lo más alejados posibles de tutelas o idearios comunes. Y lo hemos conseguido: somos libres. Nos afanamos para que nuestras asuntos prosperen, pero en el juego individualista nos vemos obligados a vigilar al vecino, que puede un día volverse en contra y matarte de un tiro. La sensación es de desamparo, pero es así como estamos: solos y libres en la gran ciudad global. Somos modernos.