Dos meses después de las elecciones generales seguimos igual, o peor, que estábamos. El triunfo arrollador de Pedro Sánchez y los suyos pronosticaba un camino prometedor en la formación de gobierno, con la sartén por el mango dentro de la izquierda, en espera de una confirmación en las autonómicas y municipales que también se produjo, pero que pactos de frente ideológico, de tres partidos, han tirado por tierra en cuanto a la esperada estabilidad.

Aquí con una suma natural de PSOE más Unidas Podemos, que junto a otros completa una minoría mayoritaria, lo que está faltando es la bisagra permisiva, de gobernabilidad, que representa Ciudadanos.

Los españoles nos hemos acostumbrado a no levantarnos del diván político, incluso para reflexionar si somos una nación o no, una nación de naciones, un Estado, o qué narices, cuando la realidad comunal se impone en temas económicos, de derechos sanitarios y sobre la educación, a todos nos interesan y nos preocupan las pensiones, y estamos en general bastante cansados de ir a las urnas; ha pasado en Cataluña, y está pasando en toda España, sin que los votados sean capaz de interpretar y aplicar nuestra voluntad.

Esto no aguanta más convocatorias, más ceremoniales, más exageraciones e imposturas, tampoco declaraciones imprudentes e inoportunas en público, no soporta más vetos ni juegos de tronos con 47 millones de españoles, sus vidas y sus problemas.

Los equilibrios de partidos, la pluralidad, la geometría variable de quién gana, es segundo, o tiene la pequeña llave, en municipios, autonomías y el país, están ahí, de momento no van a cambiar, hemos pasado de un bipartidismo muy denostado pero estable, a una complejidad política que no es sino reflejo de la complejidad social, de nuevos factores de pensamiento, de problemas o desafíos que se convierten en esenciales políticamente por sí solos, y con esa complejidad hay que resolver rompecabezas.

La formación del último gobierno de Mariano Rajoy, luego volado por una moción de censura, fue en último término de un buen ejemplo, más bien necesario e imprescindible, de salida responsable, en reconocimiento a un partido al que los españoles avalaban como líder de gobierno, aunque fuera en minoría, y en interpretación de que los electores habían sentado al PSOE en la oposición pero no como silicona que bloqueara cerraduras para la gestión del país.

Seguramente Sánchez recuerde, en arrepentimiento, lo improcedente de un ‘no es no’ que ahora le ha copiado en Cs Albert Rivera, que en cuanto se descuide podría ver cómo el PP, si tienen un arrebato de luz, le pasa por la izquierda y recupera parte del centro que perdió teniendo el mismo gesto de permitir gobiernos, como el que los barones socialistas tuvieron que forzar, con mucho quebranto interno, en octubre de 2016, y aún así 17 de los 85 diputados socialistas desoyeron el mandato de abstención.

Las reticencias de Sánchez a la coalición con Unidas Podemos son explicables, en especial el empecinamiento en sentar a su líder Iglesias en el consejo de ministros, por lo de dos gallos en el corral. Él, Iglesias, y algunos otros, han dado junto al ejemplo del pacto político de excelentes medidas que no cuajaron en el presupuesto estatal de este año, espectáculos inmaduros como repartirse de antemano vicepresidencias y departamentos, o abonar el abominable sectarismo que nos invade a todos, ciudadanos y partidos, con votaciones polémicas en órganos de parlamentos.

Pero la responsabilidad es de Sánchez, también su obligación, la de dar cabida en la medida que se pacte a su socio preferente, natural ideológicamente, y que también demostró responsabilidad en aquel pacto amplio de medidas que sería deseable recuperar.

Ha de hacerlo, ha de intentarlo, ceder también con cierta generosidad, y no tratar como menores de edad a sus mayores compañeros de pensamiento. Y si no se puede, por investiduras fallidas, es cuando podría convocar elecciones con la fuerza moral de quien ha visto cómo bloquean un país, con tal de boicotearlo a él.