Clases de recuperación que se decía y la tarde ardiente, mordida de chicharras, aturdida de grillos, y a pesar de todo, el silencio de las siestas con moscas en los zaguanes en sombra.

A pesar de eso, el calor que se colaba por la rendija de un postigo, de una gatera, como un gato de lumbre. Y el botijo, rezumante de gotas, fresco, amable, presto a calmar la sed con su chorro, un placer insuperable de aquella tarde de verano.

Tenía yo trece años y en aquella tarde de julio, después del ardor de la siesta, la noticia increíble de los hombres de la luna. Esa huella en el satélite, y Armstrong, Aldrin y Collins, protagonista del salto gigante al misterio.

Cincuenta años. Una efemérides importante para un sueño, y después han pasado muchas cosas, y siguen pasando, cosas buenas y malas y ahora el hombre piensa en Marte e incluso piensa el hombre habitar algún día Marte, y si esto es así, los marcianos serán hijos de los hombres y de las mujeres que una vez habitaron la tierra, y a lo mejor viene en platillos volantes a ver a sus parientes de la Tierra, y esto se puede entender como un regreso al futuro, como un planeta de los simios, esperado y reconocible.

Pero aquella tarde de julio del 69, en la clase de recuperación, había dos ceniceros en forma de corazones, rojo y azul, y la luna no se si era como una pelota encendida, con cara de madre, o como una tajada de sandía o de melón, pero el hombre, con mayúsculas, decían que había pisado en ella. Hace medio siglo.