Al volver a casa en las noches de este invierno, largo y profundo como un desierto cotidiano, resultaba a veces casi un milagro cruzarse con más de dos personas. No solía ser demasiado tarde, pero hubo días en los que me pareció que casi todo el mundo había decidido refugiarse en sus casas hasta que la época más oscura del año cruzase por fin la frontera a la ansiada primavera. Hemos echado tanto de menos esa luz, esa que ahora alimenta las tardes y nos hace sentirnos más vivos, que aún no nos terminamos de creer que los abrigos ya descansen en el fondo del armario hasta que vuelva el frío.

Estoy convencido de que debe existir alguna explicación científica, ojalá alguno de ustedes la conozcan, para demostrarnos que nuestro cuerpo resurge si el sol brilla más. No me hagan mucho caso, pero la experiencia de pisar la calle sí que pone de manifiesto que estamos hechos de todo lo que late en ella: el ruido, la gente o esa efervescencia de la subida de las temperaturas mientras la mejor estación del año nos atrapa hasta el otoño.

Por eso ahora las noches se han vuelto diferentes. Al regresar a casa, Cánovas abajo, el aire sabe de otra manera y, como si fuera un regalo, el paseo se ha convertido en un ir y venir de ciudadanos que saben bien qué lo bueno ha llegado. El cantautor Pablo Guerrero decía hace unas semanas que le parecía que este invierno no iba a terminar nunca. Paradojas del destino, mañana hará parada en el Gran Teatro de Cáceres para presentar su nuevo disco y darle la bienvenida a la primavera. Seguro que cantará ese estribillo de "tiene que llover a cántaros...". Pero que sea después del verano.