Recuerdo el entusiasmo con el que casi toda la prensa española acogió la victoria de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales argentinas de 2015, victoria por la mínima tras doce años de «kirchnerismo». Los medios lo describían como un «liberal» que llevaría un poco de sensatez tras tantos años de populismo corrupto de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, los KK, como los etiquetaban sus detractores, que siempre tenían abiertas las páginas de El País. En 2017, el partido de Macri arrasó en las elecciones legislativas y uno, desde la lejanía y la inopia en la que nos mantiene la prensa mayoritaria, pensaba que a los argentinos no les iba del todo mal. Solo a fines del año pasado me enteré por mi amiga Paula Simón, profesora en la Universidad de Cuyo, de las continuas protestas en la calle y el deterioro de la economía. Hace tres meses, Macri pedía al Fondo Monetario Internacional un rescate de 50.000 millones de dólares, lo que no ha impedido que se dispare la inflación y el país se hunda en la recesión. Los «buitres» del FMI, que alejaron con tanto esfuerzo los Kirchner, vuelven a sobrevolar Argentina y las consecuencias las sufrirán casi todos, salvo los amigos del multimillonario Macri, para los que gobernó desde el principio.

Al otro lado del charco, esta semana Emmanuel Macron se puso de los nervios porque un joven parado le explicó angustiado su situación: «Cruzo la calle y te encuentro un trabajo», le espetó el presidente con desprecio, mencionándole que hay muchos bares en París que buscan camareros (eso sí, con experiencia y dispuestos a trabajar por horas). Como bien apuntó Eric Coquerel, diputado de la Francia Insumisa, «es siempre la misma cantinela liberal que quiere hacer responsables a los parados de su situación» y en la que subyace «un desprecio de casta intolerable».

Macri y Macron tienen mucho en común: son apuestos y elegantes, con ojos claros y sonrientes, y han tenido una vida que ha sido un camino de rosas: hijos de familias adineradas, recibiendo la mejor formación posible, tuvieron suerte en los negocios y en la política. Cuando uno lo ha tenido tan fácil llega a convencerse que, si a otros no les ha ido tan bien, será su culpa, y nada rechazan tanto como a los perdedores. Tanto Macri como Macron, cuyas reformas económicas benefician a los más ricos y empobrecen a los más pobres, no soportan a los fracasados.

En un agudo ensayo en Le Monde Diplomatique, Serge Halimi y Pierre Rimbert denunciaban la «división engañosa» que se nos pretende inculcar entre «liberales» y «populistas», cuando tanto unos como otros, Orban y Trump igual que Macron o Macri sirven a las multinacionales y multimillonarios. Leyéndolo, recordé otro ensayo clarividente, El falso dilema, de Max Aub (uno de los más sagaces intelectuales españoles del siglo XX, que por desgracia no tuvo apenas público), donde el escritor exiliado expuso en 1948 la falacia de tener que escoger entre las dos superpotencias de la Guerra Fría, que se repartieron el mundo sin dejar ninguna política independiente. Francia e Italia en los cincuenta y sesenta, España en los ochenta, basaron su despegue económico en una política social fuerte, que aseguraba al pueblo contra la precariedad y fomentaba así el consumo. Pero los adalides del liberalismo económico son tan dogmáticos como los nacionalistas de nuevo cuño.