La congelación durante seis meses del aumento de los carburantes mediante nuevas cargas fiscales y el aplazamiento de la subida del precio de la electricidad y del gas hasta pasado el invierno, medidas anunciadas por el primer ministro de Francia, Édouard Philippe, llegan demasiado tarde y tienen todas las trazas de ser insuficientes para deshinchar la revuelta de los chalecos amarillos. La degradación de la imagen del presidente Emmanuel Macron, con un índice de aceptación por debajo del 30%, y la capacidad de movilización demostrada por la Francia profunda frente al diktat de París, es improbable que tranquilice los ánimos de aquí al próximo sábado, día en que se la anima a regresar a la capital, «cerca de los lugares de poder, los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo y la Concordia».

Las críticas sin tregua dirigidas al Gobierno por los partidos vencidos en el 2017 por Macron y La República En Marcha ponen en duda la presunta acefalia de la protesta, aunque hasta la fecha ninguno de ellos se ha atribuido el diseño de una estrategia de presión en la calle y en la red de carreteras. Es posible incluso que en el caso concreto de Marine Le Pen, tan comprensiva con los manifestantes, se dé algún tipo de complicidad o de apoyo logístico de la extrema derecha a las algaradas. Y tampoco parece casual que Jean-Luc Mélenchon y sus indignados muestren un notable grado de identificación con el desarrollo de los acontecimientos, mientras los herederos de los partidos clásicos de la Quinta República son incapaces de salirse de sus habituales riñas estériles.

Puede que Macron sea el presidente soberbio y engreído que se dice, pero es del todo cierto que Francia precisa salir de la inercia y el ensimismamiento que se ha adueñado de la función pública, los servicios y el mantenimiento del Estado de bienestar. La incapacidad del establishment para comprender la naturaleza y la profundidad de las movilizaciones no niega la evidencia de que el país necesita cambios profundos para poner el Estado al día. Es el del todo discutible, en cambio, que tales reformas deban imponerse manu militari, como parecía pretender Macron, sin atender a los costes de todo tipo que entrañan y acudir en ayuda de los eventuales perjudicados. La fractura social y el desgaste sufrido por el Gobierno certifican que fue un inmenso error de Macron optar por la política de hechos consumados.