Los Reyes Magos por La Castellana madrileña y por las calles provincianas de Alcoy, montados en camellos, o en caballos, o incluso en bicicletas, por donde los vimos pasar en una innovadora y casi apresurada cabalgata. Había pajes, chicos y chicas, que escalaban balcones, para dejar los regalos, por delegación de los magos, a los niños y niñas. Había carretas cargadas de paquetes llenos de ilusiones, y había caras dulcemente inocentes, entrañablemente infantiles, fascinadoramente niñas, con la felicidad de esa noche, impresa en la mirada. Eso estaba ahí, pero bastó apretar un botón para ver la tragedia navegando en el Egeo que vomitaba, como un dios ebrio, a la desoladora playa, los cadáveres de treinta y cuatro refugiados, entre los que se encontraban los de varios niños, que volvían, como ángeles rubios y destrozados. Qué decir, qué hacer... Puse de nuevo el canal donde los Magos, entre sonrisas y caramelos, acariciaban el corazón de la gente.