El asesinato del primer ministro de Serbia, Zoran Djindjic, confirma la azarosa situación del Estado confederal de Serbia y Montenegro, nacido el 4 de febrero y con unas fuerzas políticas democráticas que ayer derribaron unidas a Milosevic pero hoy están divididas.

La mezcla de la peor política con las mafias explica el clima enrarecido en que se ha producido el magnicidio. La ruptura entre las fuerzas democráticas de Djindjic y de Kostunica, después de que aquél decidiera entregar a Milosevic en contra de éste, abrió una brecha que no ha hecho sino crecer.

El nuevo Estado de Serbia y Montenegro es la única creación positiva de la política exterior y de seguridad común (PESC) de la Unión Europea (UE) y de su representante, Javier Solana, amenazada ahora por la confusión, la tensión extrema y el crimen de Belgrado.

Djindjic se había granjeado la animadversión de los comunistas y sus herederos, de los nacionalistas radicales y de los moderados de Vojislav Kostunica. Cualquiera que sea el origen del impulso criminal, su asesinato abre un sombrío interrogante sobre el futuro de un país que constituye una empresa ruinosa y un teatro de luchas fratricidas.