TAt veces, aquí el amigo Nicolás y un servidor, le echamos la culpa de los días desafortunados, en materia de caza, al mago Frestón, aquel encantador maligno, que enturbiaba las circunstancias, para que el pobre de Don Quijote fracasara en sus empresas, gestas y fazañas .

Que ha habido mala suerte, falta de tino o que la jornada, por una u otra causa, fue desgraciada-el mago Frestón estuvo por allí cerca. A ver, qué quieren, a alguien habrá que echarle la culpa de las calamidades ¿no?

Ayer me vio Frestón y se empeñó en darme el día. Mira que el cazadero estaba propicio; pues nada, yo, de pasmarote, sin dar pie con bola ni pintar nada. Haya paciencia, mudable fortuna.

La mañana salió de aguas. El otoño está en pleno esplendor, dándonos raciones cuando no de frío y viento, de niebla y lluvias. Es lo suyo y nosotros a disfrutar de las caricias de la intemperie, que para eso somos cazadores y sabemos que además de facultades hemos de soportar los elementos meteorológicos. Lo que no podemos es luchar contra encantamientos, como los de Frestón.

En la primera mano, en la que casi todo quisque hizo aceptable percha, a mí me entró una perdiz sosquinada, y la fallé. Vaya por Dios. Luego, esmorecido, me fui a que Ari se las viese con el terreno y a que la caza al salto me despejara el frío húmedo que me circulaba por los huesos. Dale de aquí, dale de allá-nada, ni el honor de una picada, como decimos en la pesca. No vi pelo ni pluma, mientras mis compañeros le daban al dedo tan alegremente. Maldito Frestón ¡no tenía otra cosa que hacer que fijarse en mí!

Y llegamos al cara y cruz . En ese llano encantador por el que, cuando vienen las crecidas, corren alegres las aguas del Pizarro. Me tocó en suerte un puesto por el medio más o menos, un sitio magnífico en el que, otras veces, otros años, he tenido bellísimos lances con rabonas y patirrojas. Abrí el catrecillo, preparé el puesto, cargué el arma, dispuse el ánimo, miré al soslayo y-el maldito encantador estaba bajo una encina sin dejar de mirarme. ¡Porca miseria!

Me entró una perdiz y larga. Le eché un tirascazo mal tirado e inútil. Otro fallo. El brujo, enemigo del ingenioso hidalgo de La Mancha, se conoce que se cansó de lanzarme oleadas de infortunio y se desvaneció entre la llovizna. En ese momento apareció una liebre a la carrera y, la pobre, me libró del ominoso bolo. Una jornada para olvidar, sí señor.