Las redes sociales han traído consigo una realidad que en ocasiones no se parece nada a la vida real. Nos hacemos fotos disfrutando de los buenos momentos y las subimos a las redes para que nuestros amigos y conocidos vean lo felices que somos y lo bien que nos va. Algunos miden su felicidad por el número de me gustas que consiguen, y si tienen pocos, acaban medio deprimidos frente a un vaso de whisky.

Supongo que lo ideal es mantener un nivel de felicidad equilibrado, para poder irradiar un estado de ánimo que consiga con mayor facilidad aquello que te propones, desde comprar manzanas hasta los mayores retos profesionales. Dar a entender que las cosas te van bien, en general, pero sin pasarse. No digo que no haya problemas realmente graves como para no tener ganas de irradiar absolutamente nada y contra esto no hay reflexión posible. Si conocemos a alguien que pasa por un mal momento o cuya vida está llena de sinsabores, lo mejor es ofrecerle nuestra ayuda, en la medida de nuestras posibilidades. Si nos encontramos en un momento como el descrito, tener a alguien al lado sobre quien poder desahogarte es una bendición y una terapia. Ahora bien, si nuestro estado de ánimo nos pide risa, alegría y generosidad, no hay que dudarlo, por más que le moleste a quienes tienen alguna úlcera que les machaca la vida. Hay gente a la que le molesta extraordinariamente que el personal esté alegre, se ría y viva la vida con cierto optimismo.

Seguro que todos hemos tenido la experiencia de haber recibido algún reproche porque nuestro estado de ánimo ha molestado a alguien, y tú te preguntas «a este o a esta ¿qué le pasa?» He observado que esa envidia tan nuestra está más presente en aquellos que no ríen, no disfrutan de los pequeños momentos del día y lo ven todo negro. Quizás ése sea uno de nuestros males atávicos, no reír lo suficiente para poder ver nuestra realidad sin tanto drama.