Con casi toda seguridad, Joe Biden se convertirá en el próximo presidente de los Estados Unidos. Su victoria, aunque por los pelos, nos ha librado del pánico que nos atenazaba al principio de la noche electoral, cuando se vio que Florida, el estado que inclinó la balanza en 2000 del lado de Bush y en 2016 del de Trump, contradiciendo todas las encuestas, caía nuevamente del lado republicano y hacía temer four more years of liberal tears («cuatro años más de lágrimas liberales», y de cualquier persona sensata, cabría añadir).

El resultado de estas elecciones ha dejado claro, en primer lugar, que el triunfo de Trump hace cuatro años no fue un accidente, debido a la baja participación, la frivolidad de algunos votantes, o los errores de Hillary Clinton, sino que era el síntoma de la profunda crisis de un país que, falto de un enemigo exterior, ha vuelto, como en sus peores épocas, a enfrentarse en la discordia civil.

Tampoco era cierto que los votantes de Trump fueran solo los «estúpidos hombres blancos», aquel desafortunado título del cineasta Michael Moore. En las elecciones del martes, perdió masivamente apoyo de esos supuestos estúpidos y lo logró de muchos ¿inteligentes? inmigrantes latinos, cuyo apoyo los demócratas daban por sentado. El caso de esa minoría parece en principio asombroso: hijos de mexicanos a los que Trump había llamado asesinos, ladrones y violadores, y que se comportan como renegados sin escrúpulos: como aquel guardia de frontera de origen mexicano entrevistado por Jordi Évole, que a la pregunta de si no se ponía nunca en la piel de los ilegales a los que perseguía, dijo que no. En esto, muchos latinos han demostrado menor dignidad que las de los inmigrantes de otras épocas, italianos o irlandeses, que siempre se mostraron orgullosos de sus raíces y ayudaron a sus compatriotas.

Por otra parte, el apoyo a Trump también ha subido entre la población afroamericana. En ambos casos hay otras razones: el integrismo religioso que cunde entre esas minorías y el miedo al confinamiento domiciliario que piden los científicos y que enviaría al paro a muchos que no pueden recurrir al teletrabajo. Muchos prefieren arriesgar su salud y hasta su vida antes que perder el empleo. Para colmo, en Florida, los “latinos” son descendientes de cubanos o venezolanos, a los que el autoritarismo de izquierdas ha empujado a volverse autoritarios de derechas.

Al final, quienes han dado la victoria pírrica a Biden no han sido ni los latinos, ni las mujeres (el apoyo femenino a Trump esta vez ha sido mayor que cuando se enfrentó a Clinton), sino unos cuantos miles de obreros del “cinturón de óxido”, de Michigan y Wisconsin, que han vuelto al regazo demócrata después de coquetear con Trump hace unos años. La primera lección para los partidos progresistas habrá de ser el cuidar a su votante natural: nunca he entendido que los demócratas hicieran campaña con Lady Gaga, que vive en un lujo inalcanzable para un obrero de Milwaukee. La gente humilde es agradecida, pero no tonta, y si Carmena perdió Madrid fue, en parte, porque prefirió volcarse en el centro y descuidó las promesas a sus votantes de Vallecas, Carabanchel o Usera.

Está por ver si el próximo presidente podrá restaurar el alma de América y curar las heridas emponzoñadas por Trump. El ánimo conciliador de Biden, que ha tenido una biografía de sufrimientos (perdió a su primera esposa y una hija en accidente de tráfico, a su primogénito por cáncer) se verá desafiado por quienes ya difunden teorías estrafalarias para no aceptar su derrota. La derecha suele ser mala perdedora, en España lo hemos vivido demasiadas veces con el PP, y la nueva estrategia derechista es acudir a los tribunales para ganar en los juzgados lo que pierden en las urnas.

* Escritor