La noche del pasado domingo, tras el recuento de las urnas, Pedro Sánchez se dio un impostado baño de masas en la sede de Ferraz ante un grupo de militantes, tan voluntariosos, que tuvo que pedirles que le dejaran hablar. En realidad, el grupo se antojaba insuficiente. Deberían haber fletado autobuses desde Madrid, Galicia, Extremadura, Andalucía, Castilla la Mancha, en fin, desde toda España, para celebrar que después de siete meses de parálisis gubernamental y después de 138 millones de euros para celebrar unas nuevas elecciones para proyección personal, Sánchez no solo no haya echado a un lado a sus rivales, sino que haya perdido 750.000 votos y 3 escaños.

No solo eso: ha perdido la mayoría absoluta en el Senado, ha debilitado a Podemos (unos días su aliado natural, otros días el ogro que le quita el sueño), ha finiquitado a Albert Rivera (cuando estaba ya dispuesto a pactar) y ha aupado a Vox (el diablo con cuernos) hasta los 52 diputados, justo cuando el partido caminaba hacia el precipicio. Es llamativo que, de los 47 diputados perdidos por Ciudadanos, Sánchez no haya pescado ninguno.

José Luis Ábalos, la reencarnación socialista de Aristóteles, ha sacado pecho. «No me diga que no hemos frenado a la ultraderecha», le espetó, en una suerte de meme involuntario, a un periodista (al que, tras el pasmo, intuimos, tuvieron que reanimar con un desfibrilador). Vamos, que hemos de agradecer al PSOE que Vox, con 14 diputados según las encuestas hasta hace muy poco, no haya ganado las elecciones con mayoría absoluta…

Ningún constitucional debería estar satisfecho tras las elecciones, ni siquiera los seguidores de Vox, pese a la gran escalada de su partido. Reinterpretando a Santa Teresa de Jesús, el pasado domingo fue otra mala noche en una mala posada.

Estamos obligados a alimentar la paciencia: nos quedan muchas malas noches (con sus malos días) antes de levantar cabeza.

* Escritor