Hace tiempo tuve una animada discusión con unos compañeros filólogos. Les decía que, en mi opinión, los chicos ocupan demasiado tiempo en el aprendizaje de idiomas. Acaso el saber no ocupe lugar -les dije-, pero el tiempo que dedican los alumnos a aprender «cómo decir las cosas» lo pierden para aprender «cosas interesantes que decir». Mis compañeros coincidieron conmigo en que los alumnos estudian muchas lenguas (tres mínimo, y hasta cuatro, en las comunidades autónomas con lengua propia), pero ellos lo veían justificado: «saber muchos idiomas -decían- es muy importante para tener éxito en la vida y una sólida base cultural».

Lo primero no pude negarlo: mientras este mundo siga siendo una torre de Babel será útil aprender todos los idiomas posibles. ¿Pero y si el mundo no fuera como es y existiera una única lengua para todos? El Esperanto, por ejemplo, respondía a la intención de crear un idioma universal que uniera -en lugar de separar- a todos los seres humanos, y, de hecho, y entre otras curiosidades (lo persiguieron nacionalistas furibundos como Hitler o Stalin), fue reivindicado por el internacionalismo obrero, el anarquismo, y otros deudores del ideal cosmopolita del humanismo ilustrado.

Pero aunque en el mundo se hablase una lengua común como el Esperanto -me replicaron los filólogos- , el aprendizaje de idiomas seguiría siendo esencial. Su argumento era ahora que cada idioma es una representación única e insustituible del mundo. Si aprendes ocho idiomas -me insinuaban- tendrás ocho visiones de la realidad. Yo, la verdad, nunca he acabado de comprender esto de que cada idioma represente un mundo único e inconmensurable con otros. Me parece que todo lo que se puede decir de esencial en una lengua se puede decir en otras (por muchas paráfrasis que hagan falta). Precisamente, creo que lo que hacemos al usar otros idiomas es -más o menos conscientemente- traducirlo a nuestra lengua (o lenguas) materna(s), por lo que, en caso de tener que usar esos otros idiomas, ¿no sería más fiable un traductor profesional especializado en ellos? Cada vez que alguien me recomienda leer a un autor en su lengua original pienso: tal vez pueda hacerlo, ¿pero valdrá la pena el esfuerzo por hacer algo que hará mil veces mejor un traductor especialista en el autor de marras?

Dicho esto, a mis filólogos les quedaban dos argumentos. Uno era el recurso a lo indecible: «sí, tienes razón -decían-: un traductor interpretará mejor que tú un texto en otro idioma, pero nunca será lo mismo que hacerlo tú, aunque no puedo explicarte por qué nunca será lo mismo». O bien: «si, tienes razón, los idiomas se pueden traducir entre sí, pero hay cosas intraducibles que solo se pueden expresar en un determinado idioma» -aunque no le preguntes cuáles son esas cosas, porque... como no se pueden traducir-.

El último argumento de mis amigos era la apelación a lo identitario, ya saben, aquello de que el idioma es la expresión del espíritu de un pueblo. Esto -tan romántico como discutible- es el germen, a la vez, de la filología y del nacionalismo modernos, y lo acabo de volver a ver reflejado en las páginas de un manual escolar (en vigor) de Llengua i literatura catalana. Cuenta este libro para uso de bachilleres como, desde la implantación de la autonomía, la Dirección General de Política Lingüística y otras instituciones afines se han podido ocupar de «catalanizar la enseñanza primaria y secundaria» y de promover el uso del catalán entre la población no escolar... Este argumento para justificar el aprendizaje de idiomas -el fomento del espíritu nacional- no es, desde luego, cuestionable (aunque sí lo sea que en este mundo necesitemos más «espíritu nacional», y no menos).

En el siguiente párrafo, por cierto, el manual al que me refiero incide en la relación entre la lengua y la clase social, señalando el uso del catalán como propio de las clases altas, y el del castellano como lengua de emigrantes y de las clases más bajas. Y en esto, de nuevo, es en lo único en que doy toda la razón a los filólogos: aprender muchos idiomas es necesario, sí; fundamentalmente para medrar en este maldito mundo de Babel...