Si Quentin Tarantino se diera una vuelta ahora por la vasta España, olfateando guiones para alguna de sus películas, encontraría, sin duda, un sabroso guion para una película suya en la que, con toda seguridad, acabaría saltando la sangre a raudales. El mensaje final y moraleja de la película sería: «¡Ni en la puñetera hora que a mí se me ocurrió hacer un máster!» Y eso lo pondría en boca, primero de la señora Cifuentes, que se pasaría la película entera buscando el trabajo fin de máster, sin encontrarlo.

También reflejaría magistralmente en la pantalla los sudores fríos que recorrerían la nuca y espalda de Casado, cada vez que alguno de los que fueran cayendo en la película lo hiciera a causa de algún máster maldito y ensangrentado.

La exministra Carmen Montón sería uno de esos personajes que a los espectadores nos dejaría perplejos, casi sin palabras. Nadie pensaría en su culpabilidad porque, hasta última hora su jefe la está apoyando y le envía palabras de gran confianza hacia ella para, de pronto, como en un gran clímax peliculero, y confundiendo a los espectadores expectantes, agarra un micrófono y dice que deja a su jefe y se va.

Entre los recortes de papeles ensangrentados que dejaría caer Tarantino de la mesa de la rueda de prensa, aparecerían las palabras íntegras plagiadas en su Trabajo Fin de Máster. Seguro que también Quentin no se olvidaría de escribir las palabras que pronunció Carmen, en alguna tabla vieja al lado de un camino polvoriento, como en el salvaje oeste: «TODOS NO SOMOS IGUALES». En este momento, el director haría que los espectadores pensáramos en la obra de George Orwell, ‘Animal Farm’, en que oíamos a los cerdos decir que «TODOS LOS ANIMALES SOMOS IGUALES» para luego decir «PERO ALGUNOS SOMOS MÁS IGUALES QUE OTROS» que, en definitiva, sería lo mismo que dijo la exministra. (De eso los extremeños sabemos bastante, por cierto).

También descubriría Tarantino, con la dosis de suspense in crescendo y casi pidiendo el perdón de los espectadores de la sala, para todos los políticos que han sido capaces de decir que eran licenciados en esto y lo otro, pero que se les había «olvidado» terminar los estudios, aunque ellos siempre «creyeron» que los terminaron. Aquí aparecerían unos buenos pocos de todas las corrientes políticas, pero sin nombres, por el perdón que les regalaría Tarantino.

Y para el final, Quentin nos tendría preparado el mejor. Éste sí que nos dejaría a todos los espectadores clavados, ojipláticos, en los asientos. Un joven, con sombrero raído y con barba de tres o cuatro días, descubriría que Sánchez, el jefe, también estaría metido en el mundillo de los plagios, y dejaría que en plena plaza del pueblo se descubriera el pastel. Aquí entonces Tarantino le pediría prestada la música a Ennio Morricone, para que con una sinfonía parecida a la de ‘El Bueno, el Feo y el Malo’, fuera recorriendo, en primerísimos planos, las miradas de Sánchez, de Rivera, de Iglesias, casi disparándose a muerte con sus ojos. Y al final, en rigurosísimo primer plano, y con la música y los silbidos afinados de Ennio, aparecerían los ojos del Presidente, herido en el interior de su tesis, y recorrería su cara hasta llegar a sus labios, también en primerísimo plano, para espetar en toda la sala, a todo volumen y a cámara lenta en la Cámara Baja: «¡Os vais a enterar!…»

Y, entonces, los sonidos de la música misteriosa de Ennio ocuparían el sonido de la cinta, y ese mensaje amenazante dejaría la puerta abierta para su próxima película…