Hay cantidad de amistades, y de relaciones familiares y amorosas, que se quiebran por los malentendidos. El ser humano tiene una tendencia natural a enredarse en sus propios pensamientos, y esto le lleva a equivocarse en múltiples ocasiones.

Luego, dentro del género humano, hay de todo: gente que tiene mucha imaginación y tendencia a fabular, y otros que no le buscan tanta miga a todo lo que ocurre a su alrededor. Los primeros suelen verse inmersos en más conflictos personales que los segundos. Pero nadie está exento de incurrir, alguna vez, en errores de este calibre. Porque, al final, todos somos humanos. Y por esa misma naturaleza, precisamente, seres imperfectos.

Muchos malentendidos vienen propiciados por cosas que se dan por consabidas, y no lo son tanto. Hay gente que piensa que los demás sobreentienden lo que quieren transmitirles, y no se preocupan por hacer un relato completo de la historia. Eso, habitualmente, acaba llevando al receptor del mensaje a rellenar los espacios en blanco con aquello que da de sí su propia imaginación. De ahí los consiguientes embrollos.

Otra fuente de malentendidos es la mala gestión de las expectativas. Hay gente que construye grandes rascacielos de ilusiones con respecto a los demás. Muy frecuentemente, las esperanzas de esos soñadores se ven defraudadas. Y estos acaban responsabilizando a los demás de no haber satisfecho sus expectativas.

Los dobles sentidos, las metáforas y la ironía discursiva también pueden generar una gran cantidad de conflictos personales. Quien utiliza estos recursos retóricos da por hecho que su interlocutor tiene un nivel intelectual suficiente como para desencriptar los mensajes que se reservan en la segunda piel de las palabras. Y lo cierto es que, el que escucha o lee, no siempre sabe hallar el verdadero sentido de las palabras.

Si lo pensamos detenidamente, la vida cotidiana está plagada de malentendidos. Y, aunque muchos son generadores de conflictos irresolubles (por la falta de diálogo, fundamentalmente), también hay otros que consiguen arrancarnos más de una carcajada, por lo ridículo de las situaciones.

El problema es que vivimos en una sociedad que nos hace estar en alerta. Y esa tensión cerebral acaba por jugarnos malas pasadas. Porque no todo el mundo tiene intenciones aviesas.

Por eso, salvo prueba fehaciente de lo contrario, deberíamos pensar que nuestros semejantes no quieren hacernos la puñeta, sino convivir, en paz y armonía, con nosotros.