Un juez de Chiclana (Cádiz) ha resuelto una orden de alejamiento contra un maltratador de manera inverosímil, ordenando que sean la mujer maltratada y su hija de cuatro años las que abandonen el domicilio conyugal mientras el presunto agresor se queda en casa. Dice el juez que el maltratador no tiene ni medios ni familia en la ciudad, mientras que la mujer puede ir a casa de su madre. Y si la cosa no fuera suficientemente chusca, resulta que la casa de la madre está a menos de cien metros y comparte patio con el domicilio familiar, con lo que si se cumple el auto, se incumple la resolución del juez que ha establecido que el hombre no se acerque a menos de esa distancia de la mujer. Si no fuera un asunto tan dramático imagino que la decisión de este juez inspiraría más de una chirigota en el próximo carnaval gaditano.

No es infrecuente que las mujeres agredidas tengan que abandonar su domicilio para huir de manera efectiva del maltratador o, sencillamente, para liberarse del escenario de su infierno y poder remontar el ánimo en mejores condiciones. Pero que tal decisión la tome el juez, y no para proteger a la víctima sino al agresor, resulta inaceptable. En nuestro país no hay que bucear décadas en las hemerotecas para encontrar autos y sentencias semejantes, incluso peores, en los que algunos jueces trataban a las mujeres víctimas de agresiones como si ellas fueran las delincuentes, por incitadoras, por llevar minifalda, por haberse sentado en un coche entre dos hombres poniéndose así "en disposición de ser usadas sexualmente". Pero creíamos sinceramente que esos dislates eran ya historia.

Combatir una lacra tan compleja como la violencia de género --terrorismo global, transversal y difuso-- requiere de la ley, de la complicidad social y de la contundente actuación de todas las instancias del Estado frente a los agresores. Pero requiere además de una sensibilidad especial para abordar el problema como es debido, para que las palabras, los comportamientos, las decisiones de quienes tienen que perseguirla no añadan un ápice de sufrimiento al drama que viven las mujeres agredidas. Eso sería maltratarlas dos veces. Y si el maltratador además de recibir el castigo necesita ayuda, proporcionémosela, pero nunca a costa de sus víctimas.