Dice Milan Kundera que existen tres tipos de aburrimiento: el pasivo, el activo y el rebelde. El primero (esto ya lo digo yo) lo sufre la persona que pasa horas y horas sentado delante de la tele, esperando cualquier estímulo que no suele llegar nunca. El segundo, lo padecen quienes tratan de llenar su tiempo libre de mil y una actividades justamente para no sentir que disponen de tiempo libre por delante. Y el último es la justificación absurda de aquellos que queman papeleras o destrozan los retrovisores de los coches de vuelta a casa, después de una noche más de botellón y vacío. Mamá, me aburro, decíamos. Cómprate una mona, solían contestarnos las madres de entonces, mucho más sabias que nosotras y además conocedoras del secreto del aburrimiento creativo.

Entonces nos comprábamos la mona de leer (cuántos lectores se fueron haciendo en las siestas obligatorias de verano), de idear travesuras, de buscar una y mil formas de que la tarde pasara cuanto antes; eso sí, inventándonos cómo, no esperando que un adulto lo hiciera por nosotros. Ahora que los estímulos se cuentan por millones, los niños se aburren igual que antes.

Después de los videojuegos, los dibujos de las cadenas dedicadas al público infantil, Tuenti, Twitter y otros mil entretenimientos, el resultado es el mismo. Mamá, me aburro, solo que nuestra respuesta ya no es la misma. De la primitiva mona pasamos a las modernas actividades extraescolares o a la agenda de ocio inabarcable. La consigna es que el niño esté siempre ocupado y llegue a casa con la cabeza tan llena que no le dé por pensar, no sea que luego diga lo que piense y ya la tenemos liada.