Tenía ganas de hacer cosas, muchas cosas: frecuentar el gimnasio, escribir una novela, leer los libros que se amontonaban en su mesita de noche, acudir a un estadio para ver un partido de fútbol o practicar senderismo. «Mañana será un buen punto de partida para empezar a hacer todo esto», se decía. Pero ese mañana nunca llegaba.

Las noches eran difíciles: uno de los perros ladraba si escuchaba el menor ruido, la mujer se desvelaba, los hijos acudían a su cama por miedo a estar solos... Y después de otra noche más sin apenas conciliar el sueño, tenía que levantarse y simular energías para empujar la rueda de la rutina: dar desayunos, vestir a los niños, llevarlos al colegio, trabajar, atender las llamadas telefónicas y los emails de los clientes...

«Hoy no, que estoy muy cansado y tengo muchas tareas que hacer, pero mañana empiezo», solía mentirse. Se mentía con descaro, quizá como mecanismo de defensa, acuciado por esas tareas cada vez más numerosas: citas médicas, pasear a los perros, llevar el coche a la revisión anual de la ITV, comprar en la farmacia fármacos para los dolores, entregar presupuestos, asistir a reuniones del colegio... «Mañana empiezo», se mentía mientras fregaba los platos, o daba la merienda a los niños, o hacía las compras en el supermercado. Y esa novela no venía, ni el gimnasio, ni los largos paseos por el campo. Las noches seguían siendo duras: la falta de sueño estaba haciendo mella en él. Había cambiado un existencialismo voluntario por un insomnio obligado.

«¡Pues hoy comienzo a escribir la novela, ahora mismo!». Encendió el ordenador, abrió el procesador de textos y escribió una frase promisoria. Pensó que escribir unas cuantas palabras convocaría a las musas. No fue así. Estaba cansado, muy cansado. A media mañana, escrita la solitaria frase, se acostó.

«Mañana será otro día», se consoló abrazándose a la sufrida almohada.

* Escritor