Periodista

España ha alcanzado la cifra de nacimientos que tuvo en 1988 y los nuevos españolitos han desencadenado el contento en las altas instancias que venían advirtiendo últimamente del riesgo de la baja natalidad.

No es que los ciudadanos y ciudadanas del país hayan tomado conciencia del problema de la demografía y, henchidos de sentido patrio, se hayan lanzado a cumplir con los trámites necesarios para la procreación a pelo, sin preservativo ni productos anticonceptivos. Las cifras demuestran que, entre las parejas españolas, la tasa de natalidad no ha variado. El coste de las hipotecas baja, pero el número de hijos sigue siendo esmirriado. La parejita, como mucho.

Un gran homenaje a la inmigración habría que montar, porque a ellos y a ellas, que vinieron de fuera, se debe lo que nadie se esperaba: que la natalidad recuperara las cifras de hace 15 años, que no era de baby boom, pero que no estaban nada mal. La estadística sobre la productividad procreativa es clara: mientras que la población inmigrante es sólo del 4% del total, la producción de hijos es del 10% de la cifra absoluta de nacimientos. Con lo mal que se les trata y todavía les queda humor para engendrar más hijos. Con un poco de suerte, sus chicos y chicas se quedarán aquí, serán ciudadanos y ciudadanas españoles, y trabajarán para que el país que trató mal a sus padres pueda mantener sus cotas de crecimiento y progreso. Pero no es un homenaje lo que se les prepara. Sobre muchos de ellos, por no tener papeles, puede caer el peso de una reforma de la ley de extranjería, que acabaría con sus sueños. La buena noticia del reequilibrio demográfico debería ser motivo suficiente para frenar el anteproyecto. Pero ya se sabe: éste es un país de desagradecidos.