Cantautor

Estos días navideños, no sé por qué, recuerdo a mi abuelo. Quizá porque sentí tanto su muerte, que me ocultaron. Sencillamente, un día volví a casa y ya no estaba. De él aprendí a recitar romances, a escuchar leyendas y cuentos de curas burlados y de molineros y ladrones.

No recuerdo su rostro ni tengo ninguna fotografía suya. Pero sí recuerdo su voz, y sobre todo, sus manos. Sus manos atizando el fuego, partiendo los sarmientos para encenderlos, eligiendo los troncos de encina, que los niños entrábamos en casa haciendo parihuelas, con un peso casi siempre superior a nuestras fuerzas.

Sus manos afeitándose por la mañana, en el portal de la casa, en un pequeño espejo clavado en la pared.

Sus manos lavándome la cara con agua de lluvia, recién sacada del pozo del corral.

Sus manos atándome los cordones de mis zapatos, que antes deshacía para hacerme rabiar.

Sus manos desollando una liebre, llenas de sangre, que tanto nos impresionaba a mí y a mis hermanos. Sus manos con cuchillos de matanza.

Sus manos sobre el mantel, a la hora de la cena, repartiendo el pan, y la comida, sus manos agradecidas bendiciendo la mesa.

Sus manos liando cigarrillos, quemándose siempre la camisa con ellos, para disgusto de las mujeres de la casa.

Sus manos que me tiraban de una oreja para que, mágicamente, apareciera un caramelo. Siempre llevaba alguno en sus faldriqueras, siempre tardaba mucho en encontrarlos.

Sus manos grandes y duras, que no paraban de trajinar. Sus manos protectoras, manos de abuelo.