Hasta no hace ni siquiera un año aún, la gente de Occidente nos asombrábamos de la frialdad con la que se saludaban siempre la gente de Oriente. A nosotros nos faltaba muy poco para estamparle un par de besos en la cara, hasta ésos con sonido de los de «abuela», a cualquiera que acabáramos de conocer sin preguntar siquiera quién era ni de dónde venía el sujeto que teníamos enfrente.

Abrazos efusivos acompañados de siete u ocho toques de palmas en la espalda eran el preámbulo de saludo antes de empezar a preguntar «¿Qué tal te va?» o «¿Cómo va esa familia?». Los apretones de manos han sido, hasta ahora, una característica nuestra de lo más normal y cotidiano, sin preocuparnos del estado en que estaba la mano que se apretaba en cada momento. Incluso nos empleábamos a fondo en el apretón para demostrar la alegría inmensa en nuestro saludo al compañero.

Mientras tanto, los de Oriente, que supongo que estarían igual de contentos de ver a la persona que saludaban, siempre lo hacían con una leve inclinación de cabeza, y el esbozo de una sonrisa acompañante. A los de Occidente, nos gusta tanto el contacto físico que, incluso en plena pandemia, y reconociendo que el beso, el abrazo y el apretón de manos serían más que peligrosos, a pesar de llevar la mascarilla puesta, optamos por el invento de un nuevo saludo, el del codazo, con la firme creencia que, chocando el codo, como es hueso duro, seguro que no lo tomaría el virus como un cauce de transmisión apetecible. No nos percatábamos entonces de que el hecho de tener que acercar el codo, que parecía que quedaba muy «chic», nos obligaba también a acercarnos demasiado y a no guardar la distancia requerida para nuestra seguridad, sin olvidar que era en ese codo precisamente donde, hacía poco, nos habían aconsejado que debíamos estornudar.

Después de aplicar infinidad de términos eufemísticos a lo que se nos avecinaba a finales de verano, hasta reconocer abiertamente que estamos ya, desgraciadamente, inmersos en una segunda ola de esta terrible pesadilla que nos ha tocado vivir y morir en los inicios de estos nuevos años veinte, observamos con absoluta perplejidad, viendo atónitos las cifras que vierten en la prensa, que somos de los primeros en mayor número de contagios y fallecidos por la covid-19.

No hemos sido capaces, todavía nos seguimos preguntando por qué, de mantener las cifras bajas que otros países de nuestro entorno mantienen. Si nos asombraban las cifras de los italianos en la primera ola, nos asombra ahora más la bajada de contagios y fallecidos que tienen en esta segunda ola de la pandemia. Y no estamos demasiado lejos de ellos para preguntarles qué están haciendo para lograr combatir de manera tan eficaz esta enfermedad, para procurar copiarlos, que es lícito, y hacer lo propio. Y nos asombra aún más que en Wuhan, donde todo empezó, comiencen incluso a irse desprendiendo del uso de las mascarillas, y que celebren macrofiestas, por todo lo alto, para conmemorar su victoria contra el virus.

En nuestro país, mientras docentes y sanitarios comienzan a manifestarse en las calles exigiendo mejoras en dotación y personal para igualarnos en número a la mayoría de los países europeos, nos sigue preocupando la forma del saludo, y ya que lo del codo nos acerca demasiado y nos hace incumplir con la distancia segura establecida, se nos aconseja, para saludar, llevarnos las manos al corazón. La idea no es mala. El problema es que, viendo cómo van creciendo el número de contagios y fallecidos aquí, de una manera absolutamente incontrolada, y cómo se van llenando de nuevo las salas de UCI en todos los hospitales, y a pesar de que no quiero que me venza el pesimismo, cuando veo a alguien que quiero saludar e intento, con fuerza, llevarme las manos al corazón, es el propio corazón el que me dice que me las lleve a la cabeza.