Las encuestas sitúan a la clase política entre las profesiones peor valoradas. Siempre ha existido una clara desconfianza y animadversión hacia los políticos. Y, en cada periodo histórico, se piensa que su laxitud moral ha alcanzado la cota cumbre. En la actualidad, por los reiterados comportamientos que estamos presenciando, la opinión pública también tiende a opinar que ningún tiempo pasado fue peor. Esta afirmación puede tener algo de verdad si comparamos el cuadro de los políticos actuales con los de la Transición. No es fácil encontrar ahora dirigentes equiparables a aquellos que, en peores circunstancias, supieron anteponer el bien común a los mezquinos intereses personales o de partido. Esos políticos, con una buena formación o con el bagaje que proporciona un largo tiempo en el exilio o la lucha en la clandestinidad, no pueden tener parangón con algunos de los actuales, cuyos méritos desconocemos o, en caso de que los hayan alegado, se cuestionan por ser difícilmente objetivables.

La relación entre ética y política ha sido siempre muy estrecha. La acción política debe apoyarse en valores tan importantes como la libertad, la justicia o la solidaridad. Por eso, desde antiguo ha existido una ética y una estética en la política. Pero, salvo en la filosofía clásica, donde se partía del principio de que la ética era inherente a los gobernantes, sobre todo en el pensamiento de Platón, en los momentos posteriores se ha solido pensar que la clase política es una hidra de mil cabezas que oprime y desangra a los ciudadanos.

Maquiavelo subvirtió los planteamientos morales de la vida pública y ello ha servido para soslayar en numerosas ocasiones los más elementales cánones éticos. El pensador italiano reclamó, en términos que inequívocamente provocan escándalo, una concepción ética poco asumible por el ciudadano honesto: el príncipe -el gobernante- que quiera permanecer en el poder debe ser implacable y astuto; debe saber engaña y actuar con una crueldad calculada.

Ya en el siglo XX, Jean Paul Sartre vino a confirmar esta línea de pensamiento. Y, por boca del protagonista de una de sus más célebres obras, pronunció estas famosas palabras: «Yo tengo las manos sucias, hasta los codos. Las he hundido en la mierda y en la sangre. ¿Y qué? ¿Acaso crees que se puede gobernar limpiamente?»

ESTOS PRINCIPIOS, por supuesto, son incompatibles con el espíritu de servicio que se espera del poder. Pero parece que siempre han estado presente en muchos hombres públicos. No sería correcto afirmar que la mayoría de los políticos españoles son deshonestos. Pero cada día recibimos muestras de la inmoralidad política cuando se utiliza el poder para enriquecerse o enriquecer a los suyos. Cuando la actividad pública se convierte en oficio y ambición. Cuando la mentira no tiene castigo, ni produce el más mínimo rubor en quien la práctica. Cuando no se predica en ni ética ni en estética y se carece de principios. Cuando se evidencia una absoluta mediocridad.

El ciudadano siempre espera de sus representantes públicos que muestren una concepción más íntegra y dignificadora de la política. Se desea que actúen distinguiendo claramente lo que son intereses personales de los que son intereses del pueblo. En suma, se pide a los políticos una auténtica transformación de la vida pública, un rearme ético y un compromiso moral que sirva para revitalizar el sistema democrático.

Los partidos, como principales agentes de la política social, debieran acometer esta transformación, pero en la actualidad van perdiendo paulatinamente su ideología. Se recluta a mercenarios para que redacten los programas electorales. El resultado es que las organizaciones políticas carecen de debate interno y que su ideología no nace en el seno de sus militantes, sino que se improvisa por extraños. Esto explica la superficialidad de la política actual, que hace que se legisle a golpe de ocurrencias, cuando no de despropósitos.

La credibilidad de las instituciones democráticas de un país depende de muchos factores, pero, principalmente, de la confianza que los políticos generen en la ciudadanía. La actividad política debe regirse por criterios éticos o morales que sirvan para dignificar su función. Si no alcanzamos este objetivo, será difícil apartar de la mayoría de los ciudadanos la idea de que la política implica manos moralmente sucias.

* Catedrático de universidad