No se me escapa que hoy, 8 de marzo, es una jornada reivindicativa. Tampoco que nos van quedando cada vez menos espacios para el matiz o la reflexión pausada. Cualquier apreciación que no asuma por completo los postulados de una acción de este tipo, es indefectiblemente señalada como disidencia. El simple hecho de que yo diga que este día se ha convertido en poco más que en el eslabón de una agenda política, que es lo que creo, me convertirá sin remisión en alguien contrario a la mujer y al feminismo. No es cierto, pero no habrá escasa capacidad de rebatir. Por no hablar de ganas, claro.

Con esto no quiero decir que sean eventos eliminables o que albergue dudas sobre la utilidad de la visibilización social. En primer lugar, porque este tipo de movimientos e iniciativas tienen un sustrato indudablemente loable detrás. En segundo lugar, porque el activismo, por incómodo que sea para algunos, ha sido punta de lanza de logros y cambios sociales.

Ocurre que la virtuosidad de la causa o la gestión de la misma se han transformado en herramientas meramente políticas. Y, en ese terreno, encajan a la perfección las adhesiones inquebrantables. Porque permiten, de una forma sencilla y prácticamente automática, señalar a otros. Si no estás conmigo, estás contra mí. La polarización como arma electoral. Que se lo cuenten al señor Trump.

Con todo, esta utilización política no es tan grave. En realidad, lo es, pero a fuerza de pura costumbre, la propaganda pasa a formar parte de las reglas informalmente asumidas. Que los políticos fabulan y exageran (especialmente) en período electoral es algo que cualquiera que levante un palmo del suelo debiera tener más que asumido. Es más preocupante que la gestión pública se ha convertido en bisagra de intereses políticos. Y cuando digo políticos, digo partidista. Ni siquiera manda la intención ideológica, vencida por el peso del provecho del partido. No ha sido el gobierno de Sánchez el único en instrumentarse básicamente para una campaña electoral continúa; pero en esto hay que reconocerle a su persona que ha dejado muy atrás a sus rivales.

¿No es una acción política que todas las cuentas oficiales de un gobierno asuman la imagen de un evento --supuestamente-- no alineado y transversal? «Se non è vero, è ben trovato», diría el italiano.

Cada vez más las decisiones legislativas y ejecutivas se impregnan de esta tendencia partidista. Y eso es peligroso porque nos hurta de un debate de posiciones, reduciéndolo todo a una cuestión de blanco o negro. Pero que, además, tiene un coste real para las arcas públicas. ¿Ejemplos? Veamos dos.

Se acaba de aprobar la ampliación del permiso de paternidad para el padre. Loable, sí. Pero puede ser meramente cosmético. Sobre todo, porque no he oído a nadie decir que el coste de esta medida (que es doble, ya que tiene una vertiente de gasto público, pero igualmente privado para el empleador. Pero, claro, es un empresario) podría tener un mayor impacto destinada a una ayuda progresiva a la contratación de guarderías. Combinada con deducciones fiscales para aquel progenitor que tenga mayor carga fiscal en renta, con independencia de que sea la madre o el padre.

También se ha promulgado (con una técnica cuestionable) una nueva legislación sobre el alquiler. Pero que el actual gobierno nos vende que no se quedará ahí, sino que pretende regular los precios. A pesar de la oposición de los propios actores del sector, consciente que una limitación retraerá a muchos propietarios que, sin una regulación que otorgue seguridad y capacidad de maniobra, reducirá la oferta de alquiler. Que redundará en una elevación de precios en el mercado. Por cierto, el mismo partido que decretó el desahucio «exprés». Cosas del cortoplacismo.

Todo es exclusivamente parte de una agenda política. Que oculta una fundamentación perversa que no se quiere reconocer. Cuando se juega a la identificación y, a su revés, el enfrentamiento, los matices salen de la ecuación. Porque lo que no se dice es que piensan, maquiavélicamente, que el fin (su fin) justifica los medios.

Y no, en un estado de derecho cualquier finalidad, por justa que sea, requiere como los medios usados sean igualmente legítimos. Por eso, estas líneas no van delante, sino en la contraportada. Si es que hay que leerse todo.